La escena fue en Sintra, pero el drama parece universal. Gobernadores de bancos centrales se reunieron en el Foro del BCE como personajes trágicos de Shakespeare: con poder, sí, pero también con límites. Uno de ellos, Chang Yong Rhee, gobernador del Banco de Corea, se atrevió a pronunciar el soliloquio más incómodo:
“Nuestro crecimiento potencial era de 3%; hoy está por debajo de 2%. Pero la gente aún cree que deberíamos crecer por encima del 3%, y exige estímulos fiscales y monetarios, cuando lo que se necesita es una reforma estructural”.
El dilema que plantea Rhee —¿es esta una debilidad pasajera o un nuevo estado permanente? — resuena más allá de Asia. También en México, y en buena parte del mundo, enfrentamos esa tensión entre lo cíclico y lo estructural. Hay quienes ven en la desaceleración un simple bache, y quienes sospechan que el camino mismo ha cambiado.
La economía global no atraviesa un ciclo común. Vive un cambio estructural que se manifiesta en al menos cuatro transformaciones: 1) cambio de paradigmas: las reglas del juego que funcionaron en décadas pasadas —integración comercial, eficiencia como norte, inflación baja como norma— están siendo reescritas; 2) la política de Estado como herramienta dominante: el resurgimiento del Estado como actor económico, a través de subsidios, regulación estratégica y política industrial, desplaza a los mercados como fuerza rectora; 3) la fragmentación y divergencia: la globalización lineal ha dado paso a bloques económicos más definidos, con cadenas de suministro regionalizadas y trayectorias de crecimiento divergentes; y 4) la incertidumbre geopolítica: guerras, disputas comerciales, rivalidades tecnológicas. La geoeconomía pesa más que los ciclos.
Frente a este nuevo mundo, la política económica tradicional enfrenta un espejo que devuelve más preguntas que respuestas. En México, las decisiones recientes revelan esa tensión. El Gobierno Federal ha planteado una meta de consolidación fiscal para 2025, con un déficit previsto de 3.9 a 4.0% del PIB, tras el gasto expansivo del año pasado. Pero detrás de ese número yace una pregunta sin resolver: ¿cómo reconciliar disciplina fiscal con crecimiento sostenido, si no hay una reforma que amplíe la base productiva?
En lo monetario, el Banco de México inició en febrero un ciclo de recortes con magnitud de 50 puntos base, pero en su última decisión envió señales de mayor cautela. La Junta reconoció que los riesgos inflacionarios persisten, y que el espacio para seguir recortando depende de que la inflación —particularmente la subyacente— continúe descendiendo. Pero también hay una tensión de fondo: ¿cuánto puede hacer la política monetaria por el crecimiento cuando los problemas son más profundos?
Volvamos a Rhee: “La gente sigue creyendo que debemos crecer como antes, y eso genera presión para que se use el estímulo, cuando lo que hace falta es adaptarse estructuralmente.” ¿Puede un ciclo de baja de tasas reactivar el crecimiento si el entorno global está cambiando las bases mismas de la competencia económica? ¿Puede el gasto público resolver lo que en realidad exige inversión privada, capital humano, innovación y certidumbre?
Como diría Hamlet: “El mundo está fuera de quicio, ¡suerte maldita, que haya nacido yo para enderezarlo! Los bancos centrales, y en buena medida las autoridades fiscales, enfrentan una expectativa social desalineada con la realidad estructural. Se les exige resolver con herramientas de corto plazo problemas de largo aliento.
El peligro es doble. Por un lado, estimular una economía que no responde como antes, creando nuevas vulnerabilidades. Por otro, inmovilizarse, paralizados por el temor a errar, mientras los desafíos estructurales siguen su curso. En ambos casos, se repite una vieja tragedia: creer que se puede evitar el dolor sin enfrentar su causa.
En este contexto, la política económica debe hablar con franqueza. No se trata de elegir entre disciplina o estímulo, sino de reconocer que ni lo uno ni lo otro bastan si no se transforma la base del crecimiento. Sin productividad, sin Estado de derecho, sin modernización institucional, cualquier estímulo será apenas un respiro.
Lo que vimos en Sintra fue más que un foro técnico. Fue un acto de introspección colectiva. La confesión de que, quizás, ya no vivimos un ciclo económico más, sino el fin de una era y el comienzo de otra.
El desenlace aún no está escrito. Pero como en toda buena obra de teatro, el momento de reconocer el conflicto central —ese instante de lucidez que precede al clímax— ya ha llegado. ¿Lo sabremos aprovechar, o seguiremos repitiendo el acto anterior con nuevos disfraces?