Colaborador Invitado

Reflexiones sobre el No Kings Day

El asalto de Trump a las normas democráticas estadounidenses no tiene precedentes por su alcance y velocidad. Y aun así, nada de esto parece importarles a sus defensores.

El domingo pasado, mientras unos 5 millones de personas salían a las calles en más de 2 mil ciudades de Estados Unidos para protestar contra las redadas migratorias de Donald Trump y sus crecientes tendencias monárquicas, una columnista de mi periódico local en Los Ángeles planteó una pregunta en apariencia sencilla: “¿Qué tiene de malo hacer cumplir la ley?”

Es una pregunta válida… en apariencia. Pero pasa por alto las consecuencias profundamente inhumanas del enfoque de Trump. Para ella, la deportación de aproximadamente 11 millones de personas que viven en Estados Unidos sin la documentación debida, o que fueron admitidos temporalmente, o que se quedaron a vivir aquí una vez expirada su visa, o que llegaron al país siendo niños, o que están esperando una resolución de los tribunales para regularizar su situación migratoria, o que recibieron un permiso de permanencia temporal por razones humanitarias por huir de regímenes totalitarios como Cuba, Venezuela, Nicaragua o Haití, no es un asunto que atañe y aflige a seres humanos. No una tragedia humana. No un dilema social o económico. Es solo un trámite burocrático.

Quizás no sepa que el 80 por ciento de los inmigrantes indocumentados han vivido en Estados Unidos por más de una década, que tienen hijos nacidos en este país, que respetan los valores estadounidenses y que trabajan en sectores fundamentales como la agricultura, la construcción, el procesamiento de alimentos, la manufactura, la hostelería, el transporte y el servicio doméstico. Son parte integral del tejido económico y social de Estados Unidos.

Aun así, ella insiste: “El presidente Trump ahora está haciendo cumplir la ley”.

¿Pero realmente lo está haciendo? ¿Y a qué costo?

Este mismo presidente fue condenado en 2024 por 34 cargos graves de falsificación de registros comerciales para ocultar pagos de silencio a una prostituta. Ha sido hallado responsable de abuso sexual y difamación. Él y su empresa fueron declarados culpables de prácticas fraudulentas por inflar el valor de sus activos. Su historial legal —tanto personal como empresarial— está plagado de conductas indebidas. ¿Y aun así se le confía la defensa de la justicia?

Como observó el columnista del Financial Times, Edward Luce: “En menos de 200 días de su segundo mandato, Trump ha pisoteado más leyes y roto más precedentes que cualquier otro líder en la historia de Estados Unidos. Ha lucrado con negocios de criptomonedas en el extranjero, ha utilizado su cargo para enriquecer a su familia mediante acuerdos con campos de golf, ha librado una guerra política contra universidades y hospitales importantes, ha desafiado órdenes judiciales que protegían a deportados y ha lanzado —y parcialmente reanudado— una errática guerra económica contra el mundo. Ha investigado a sus enemigos y les ha despojado de protecciones. El asalto de Trump a las normas democráticas estadounidenses no tiene precedentes por su alcance y velocidad”.

Y aun así, nada de esto parece importarles a sus defensores. Para ellos, las redadas de Trump son una noble “limpieza” de lo que él llama “narcotraficantes, violadores, animales e invasores”. En su visión, los 11 millones de inmigrantes indocumentados son criminales disfrazados de seres humanos.

Afortunadamente, el pueblo estadounidense está reaccionando.

Las masivas protestas del No Kings Day, junto con nuevos datos de cuatro importantes encuestadoras —AP, Quinnipiac, The Washington Post y YouGov— pintan un panorama claro: la opinión pública no está de acuerdo. En 11 de las 12 preguntas relacionadas con inmigración planteadas en estas encuestas, la mayoría de los estadounidenses expresó su oposición a las políticas de Trump.

Para mí, este momento evoca lo vivido en 1986, cuando Estados Unidos enfrentaba un desafío migratorio similar. ¿La diferencia? Entonces, un presidente republicano llamado Ronald Reagan eligió la compasión en lugar de la crueldad. Trabajó con un Congreso demócrata para legalizar el estatus de casi 3 millones de inmigrantes indocumentados. Reagan reconoció su humanidad.

Hoy tenemos un presidente republicano muy distinto y un Congreso más marcado por el miedo que por el liderazgo. Trump no es Reagan. Y esta vez, la brújula moral de la nación no está en Washington, sino en las calles.

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