El debate sobre los aranceles recíprocos propuestos por Donald Trump ha encendido las alarmas sobre una posible escalada proteccionista. Sin embargo, centrarse únicamente en esa medida como un giro coyuntural sería perder de vista el cambio estructural más amplio que está ocurriendo en el tablero económico global: el retorno del Estado como actor protagónico en la configuración del comercio, la inversión y la política industrial.
Como se planteó en la primera parte de esta columna, el orden económico internacional que dominó desde la posguerra se basó en una arquitectura diseñada para maximizar la eficiencia global, impulsada por un conjunto de instituciones multilaterales, cadenas de valor transnacionales y flujos de capital relativamente libres. Ese modelo dependía, entre otros factores, de la garantía de seguridad ofrecida por Estados Unidos —un compromiso que comienza a diluirse.
El autor Peter Zeihan, en “The End of the World Is Just the Beginning”, interpreta esta transformación como el final de una era excepcional: la del orden liberal global sostenido por un imperativo geopolítico estadounidense. A medida que Washington se repliega, lo que emerge es un entorno caracterizado por inestabilidad sistémica, regionalización económica y rivalidad estratégica. En ese contexto, los Estados ya no se limitan a “no estorbar” a los mercados: buscan rediseñarlos activamente.
Durante buena parte del siglo XX, los economistas convencieron a los gobiernos de que su mejor política industrial era no tener ninguna. Las ventajas comparativas se descubrían, no se construían. La intervención pública era vista con sospecha, como una distorsión del mercado. Esa narrativa perdió fuerza tras la crisis financiera de 2008, y fue definitivamente enterrada por la pandemia, la guerra en Ucrania y la aceleración de la rivalidad entre China y Estados Unidos.
Hoy, las grandes potencias están utilizando la política económica como una extensión de su política exterior y de seguridad nacional. Lo vimos en el caso de la Ley CHIPS en Estados Unidos, que buscaba recuperar soberanía tecnológica antes de Trump; en la estrategia industrial europea para reducir dependencia energética y digital; o en los programas de subsidios masivos de India para atraer manufactura avanzada.
En este nuevo entorno, las decisiones sobre comercio, financiamiento y regulación no se toman con base únicamente en eficiencia o productividad, sino en función de riesgos geopolíticos, resiliencia estratégica y posicionamiento global. Esta transformación no es menor: reescribe las reglas que durante décadas rigieron la integración económica.
Una de las implicaciones centrales de este cambio es que la competencia global ya no se da exclusivamente entre empresas, sino entre países que utilizan activamente instrumentos fiscales, regulatorios y tecnológicos para atraer inversión, proteger sectores estratégicos o reconfigurar cadenas de suministro.
La frontera entre política industrial y política comercial se vuelve difusa. El uso de aranceles, restricciones a exportaciones, subsidios selectivos o normas técnicas se convierte en parte de una caja de herramientas más amplia, donde lo que está en juego no es sólo una ventaja de mercado, sino capacidad de influencia y autonomía estratégica.
Esto plantea nuevos desafíos para países en desarrollo. Ya no basta con ofrecer costos laborales bajos o tratados de libre comercio. Lo que los inversionistas estratégicos están buscando —y lo que los gobiernos están premiando— es la capacidad de garantizar certidumbre jurídica, gobernanza institucional, infraestructura robusta y alineamiento político en temas clave.
En este contexto, México parte de una posición geográficamente privilegiada. La relocalización de cadenas de suministro representa una oportunidad sin precedentes para escalar en sectores de alto valor agregado y fortalecer su rol en la economía norteamericana. Pero esta oportunidad no es automática ni homogénea.
Para capitalizarla, se requiere una estrategia de Estado —no sólo de mercado—. Eso implica, entre otras cosas: 1) diseñar una política industrial moderna, enfocada en sectores estratégicos (tecnología, energías limpias, logística, farmacéutica, entre otros); 2) mejorar la infraestructura física y digital, con una visión regional e integrada al mercado norteamericano; 3) garantizar un entorno regulatorio y jurídico predecible, que brinde certidumbre a la inversión de largo plazo; 4) asegurar un modelo energético alineado con la transición global, sin perder de vista los objetivos de soberanía y acceso; y 5) impulsar el desarrollo del capital humano, con formación técnica, bilingüe y adaptada a los requerimientos de industrias avanzadas.
Además, México debe definir con claridad su postura en el nuevo equilibrio geopolítico. La vecindad con Estados Unidos es una ventaja estructural, pero también exige una relación estratégica más madura, que combine cercanía económica con autonomía política. En un mundo donde las lealtades geoeconómicas se están redefiniendo, la ambigüedad puede ser costosa.