Estados Unidos fue promotor de la globalización. El liberalismo económico y los tratados de libre comercio han sido los instrumentos estratégicos para la reactivación del comercio mundial. Las economías cerradas entraron en desuso y pasaron a la historia. Reagan, Thatcher, Salinas, pioneros de esta nueva realidad que generó un reacomodo del poder y de las hegemonías en el concierto internacional.
Las economías se abrieron. Se derrumbaron las barreras arancelarias. Se uniformaron los patrones de consumo. Un mundo nuevo de producción masiva que incorporó al mercado grandes masas de consumidores. Las empresas trasnacionales de distintas partes del mundo iniciaron el éxodo, en busca de ventajas comparativas para producir a bajo costo y competir con base en eficiencia y productividad. Libertad de comercio e integración multidimensional de las cadenas de valor, la ecuación matemática de la economía.
Es el mundo que Trump quiere cambiar. Es un salto al vacío, nostalgia de un pasado que ya se fue y no volverá. Se queja de que a su país no le ha ido bien con la globalización. Considera el déficit comercial como «subsidios» y quiere equilibrar la balanza comercial. La paradoja del tiempo: los promotores de la globalización son ahora los pregoneros del proteccionismo del pasado.
Es cierto, los últimos gobiernos estadounidenses no fueron los más exitosos en la carrera del liderazgo mundial. Descuidaron el futuro. Los chinos aprovecharon el momento, destinaron grandes recursos a la educación y a la investigación, logrando avances importantes en ciencia, tecnología e inteligencia artificial. Su construcción de infraestructura ha sido impresionante: grandes aeropuertos, carreteras, puentes, trenes, sistemas de riego y fábricas de grandes dimensiones con innovaciones tecnológicas de punta.
Los resultados están a la vista. China ya es actor preponderante en el mundo. En el año 2000 ingresó a la Organización Mundial del Comercio con un 3 por ciento del comercio mundial, ahora representa el 16 por ciento del mismo. Sus productos están en todas partes, inundando el mercado y sus precios son los más bajos.
La guerra arancelaria demostró su ineficacia en el pasado. En los años treinta provocó la Gran Depresión, la derrota republicana y la llegada del demócrata Franklin Delano Roosevelt. Desconocer la historia conduce a los mismos errores. Es una guerra fallida e irracional. A todas las naciones les afectará, unas más y otras menos.
Las baterías estadounidenses se han enfocado primordialmente a China. El tiempo la favorece. La paciencia china es proverbial. Xi Jinping está en el poder y podría permanecer dos décadas más. Trump cuenta con cuatro años. Su temporalidad política es una desventaja y debilidad. Está remando contra corriente. En la elección de 2027 puede perder la mayoría en el Congreso. Su reelección está en la cola de un venado: la Suprema Corte probablemente no la apruebe.
Los aranceles, la inestabilidad de la bolsa y los mercados financieros, así como la recesión, no sólo dañan la economía: son demoledores políticos. Por otra parte, Estados Unidos corre el riesgo de aislarse del mundo comercial y quedar reducido al bloque de Norteamérica al fortalecerse las alianzas entre China, Japón, Corea y algunos países más como India y Rusia. Incluso puede perder a sus aliados tradicionales como Gran Bretaña y la Unión Europea.
En fin, el conflicto con China va más allá de los aranceles y las manufacturas. Es la búsqueda de un liderazgo superior en la alta tecnología, la innovación y la inteligencia artificial. La moneda está en el aire. El mundo en transformación exige estadistas capaces de adivinar el futuro.