Quedan prácticamente cuatro semanas para que concluya el año y las alarmas que se han encendido con respecto a la desaceleración que seguirá experimentando la economía en 2025 no dejan de encenderse. Los primeros datos oportunos para indicadores mensuales del cuarto trimestre continúan mostrando que la economía mexicana cerrará el año con un crecimiento cercano al 1.5 por ciento anual.
Si 2024 efectivamente concluye su crecimiento alrededor de dicha cifra, lo que sabremos a finales de enero del próximo año, los riesgos de una recesión moderada en 2025 comenzarán a hacerse más latentes. Sabemos que los cambios de administración a nivel federal conllevan una desaceleración de la tasa de crecimiento anual de al menos dos puntos porcentuales y de tres puntos porcentuales en promedio.
Bajo esa premisa, si el patrón que hemos visto en los cambios de sexenio de este siglo se mantiene, la tasa de crecimiento para 2025 podría oscilar entre -0.5 por ciento y -1.5 por ciento anual. De hecho, si contemplamos el balance de riesgos para el crecimiento, son más los elementos que implican riesgos a la baja que los pocos que sobresalen al alza. Por ello, la pregunta que permanece es, después de conocer los recortes que implementará al gasto público el próximo año, si será posible encontrar espacio para una estrategia de impulso contracíclico.
La duda es relevante porque, en medio de los riesgos a la baja para el crecimiento, hay dos que podrían modificar la dirección del panorama. El primero es el diseño de una política industrial planeada y ejecutada desde la Federación que permita fortalecer las cadenas de proveeduría locales y abatir los riesgos de suministro de insumos clave en la producción, como agua y energía. El segundo es la ejecución de una política de fortalecimiento de las capacidades de las ciudades para dinamizar el crecimiento.
Uno de los elementos que se haya en la intersección de ambos conjuntos de estrategias es la política fiscal. Esto se logra por la combinación de cuatro factores: a) gestión responsable de las finanzas públicas que transmita confianza entre empresas y hogares; b) manejo proactivo de la deuda pública que logre contener la transmisión de los riesgos institucionales a los costos de financiamiento; c) asignación presupuestaria para la promoción de la inversión y el gasto en capital; y d) la adopción de un marco tributario organizado con incentivos para promover la rentabilidad de las empresas.
Aunque en principio existen elementos para dudar que el Paquete Económico para el próximo año cumpla con estas cuatro funciones de forma integral, lo cierto es que hay diferentes aspectos que sí se podrían alienar con dichos objetivos. El diagnóstico que hace el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO) de las ciudades a través del Índice de Competitividad Urbana 2024 nos ayuda a entender de qué forma.
Entre las ciudades que ocupan los primeros lugares en competitividad en nuestro país destacan los resultados balanceados en tres aspectos cruciales: seguridad pública, condiciones laborales y desarrollo económico. El éxito en materia de competitividad no se explica por avances en una sola dirección, sino por una mejora multidimensional, lo que muestra que el diseño de políticas públicas debe atender de forma simultánea estos retos.
La competitividad urbana va de la mano de condiciones que fomentan la formalidad de la ocupación de las personas, en ambientes donde la incidencia de delitos, como homicidios, es relativamente menor y las economías están más diversificadas, esto es, existe un mayor número de sectores que contribuyen a la generación de valor de las zonas metropolitanas.
Si uno de los objetivos de la nueva administración se enfoca en promover la creación de polos de desarrollo para explotar las vocaciones productivas de las diferentes regiones del país, el diagnóstico desde un balance amplio de las ventajas competitivas de las ciudades resulta indispensable. Es ahí donde la política fiscal, aún desde sus límites, puede encontrar enormes posibilidades para contribuir al crecimiento del país, no solo desde la ejecución del gasto público sino, sobre todo, desde la promoción de un clima de certidumbre que favorezca una perspectiva de planeación a largo plazo y, por qué no, también desde cierto impulso al crecimiento en el corto plazo.
El autor es Director de analítica de datos del IMCO y profesor de macroeconomía del ITAM.