Guido Lara, CEO Founder LEXIA Insights & Solutions
“Y tú que te creías el rey
de todo el mundo”
Cuco Sánchez
Le conviene a México que Estados Unidos siga perdiendo poder en el mundo. Mi respuesta es no.
El hecho de que Estados Unidos viva inmerso en un proceso de debilitamiento geopolítico puede traer consigo efectos negativos para los mexicanos.
El debilitamiento de Estados Unidos en su rol de “potencia indispensable” –como la llamara por primer vez Bill Clinton hace 25 años– es una mala noticia para muchos.
De entrada, para los millones de mexicanos que vivimos en Estados Unidos, ya sea que hayamos nacido en México o aquí, con papeles o sin papeles, nuestro bienestar está ligado a la prosperidad y a la seguridad de este país.
La economía mexicana se beneficia profundamente de las oportunidades que genera la vecindad con Estados Unidos. Remesas, turismo, exportaciones, importaciones, atracción de inversiones, cadenas productivas.
No todo es color de rosa, la asimetría de fuerzas ya nos costó en el siglo XIX la mitad de lo que fuera nuestro territorio. La absurda “guerra contra las drogas” nos baña en sangre con sus violentos y perversos efectos, al mismo tiempo que el descontrolado flujo de armas de alto poder convierte a los carteles del crimen organizado en verdaderos escuadrones letales y aterradores.
Al poner en la balanza lo que México y los mexicanos ganamos o perdemos con el debilitamiento de Estados Unidos, es evidente que no nos conviene que la espiral vaya a la baja.
Los lados negativos y espinosos de la relación de México y Estados Unidos podremos controlarlos mejor solo con el fortalecimiento de ambas naciones. Cooperación y sinergia –en lugar de nocivos juegos de suma cero– es lo que debemos impulsar en ambos lados de la frontera.
Por eso, el famoso muro de Donald Trump no fue una señal de fortaleza geopolítica, sino por el contrario, un símbolo de un país temeroso del exterior, cerrado sobre sí mismo dando la espalda al mundo.
La historia nos enseña que “el que se encierra pierde”. El poder de las naciones, de las corporaciones, de las dinastías, de las personas en general, suele radicar en su capacidad de crear relaciones, establecer puentes y alimentar intercambios en los que se multiplican la riqueza, los aprendizajes y la influencia.
El rotundo fracaso de Estados Unidos en Afganistán ha detonado múltiples reflexiones sobre cuál debe y puede ser el rol de este país de cara a los retos globales que enfrentamos como humanidad en el siglo XXI.
Ha quedado claro que el poder militar puede destruir naciones, pero no puede construirlas. También se ha evidenciado que no basta ser el más fuerte –el ejército más poderoso del mundo–, sino que lo que importa es la inteligencia, entendida en un sentido amplio como la capacidad para entender la realidad para adaptarse a ella y, en un sentido de real politik, como el entendimiento de las fuerzas políticas, económicas y socioculturales que entran en conflicto.
Se ha etiquetado a la salida de Afganistán como el fin de “la guerra más larga”, sin embargo, hay un conflicto más añejo en la raíz misma de los Estados Unidos –no olvidemos que aquí hubo una guerra civil– que enfrenta dos visiones opuestas de lo que debe ser este país. El norte contra el sur, las poblaciones costeras –este y oeste– contra las del interior, los blancos contra las minorías “de color”, demócratas contra republicanos, MSNBC contra FOX News y así un largo etcétera.
Los Estados Unidos, divididos serán vencidos. Hoy aquí todo se politiza y es casi imposible encontrar el espacio de encuentro, el bien común. Batallas absurdas que radicalizan los asuntos más elementales para la sobrevivencia como la aplicación de las vacunas, el uso del cubrebocas, la regulación de las armas de fuego, la libertad de decidir de las mujeres o la cada día más evidente necesidad de actuar con firmeza a escala planetaria para contener los estragos que causa el cambio climático (a la vista en los incendios de California y las inundaciones en Luisiana).
Hoy los rivales de Estados Unidos ven cómo al interior se están destrozando. Los actores políticos no están procesando adecuadamente ni las demandas y necesidades de sus ciudadanos ni generando acuerdos relevantes para consolidar su poder de cara a sus intereses geoestratégicos. China seguirá avanzando como su principal retador y otras naciones con intereses y cosmovisiones opuestas como Rusia, Irán o Corea del Norte podrán ir ocupando los espacios que la debilidad creciente de Estados Unidos les concede.
Los países que se dejan dividir por las acciones de personajes políticos que lucran con la polarización y el conflicto están condenados a perder influencia al desperdiciar las oportunidades que dan la cooperación y el diálogo. Al final del día solo recogerán el cascajo producido por sus batallitas mezquinas.
Por eso los habitantes de Norteamérica debemos entender que la polarización al interior de nuestros países solo sirve a otros, pero no a nosotros, es rentable exclusivamente para los mercenarios del resentimiento que ganan su pequeño poder a costa de un peor futuro para su gente.