El historiador inglés Timothy Garton Ash alertó hace unos días en El País (02/05/25) sobre el hecho de que el “neoliberalismo, sobrealimentado por el capitalismo financiero globalizado, ha generado unos niveles de desigualdad que no se veían desde hacía cien años” y que el mismo “neoliberalismo también ha convertido a la democracia más poderosa del mundo en algo muy parecido a una oligarquía”. Una vez más, la historia confirma que el devenir político de las sociedades no puede escindirse de su desenvolvimiento económico. La situación de la economía siempre tiene consecuencias políticas.
El avance autoritario que encarna el gobierno de Trump está revirtiendo la máxima del liberalismo político de que “el poder siempre debe estar repartido, sometido a escrutinio y control”, dice Garton Ash. De esta manera, la hiperconcentración de la riqueza en las sociedades de nuestro tiempo está dando lugar a una insatisfacción social de la que se sirven los populismos nacionalistas. El neoliberalismo económico se ha vuelto una amenaza para el liberalismo político. De manera esquemática, el proceso puede expresarse así: a) el neoliberalismo dispara la desigualdad social y el sentimiento de fragilidad económica en amplias franjas de la población; b) ese desasosiego alimenta el resentimiento social y económico; d) los populistas se nutren de la ira social para llegar al poder y, e) una vez en el gobierno atentan contra la división de poderes y los mecanismos de control propios de la democracia liberal.
La victoria electoral de Donald Trump se explica por el voto de millones de ciudadanos pertenecientes a la clase trabajadora empobrecida en las últimas décadas. El encarecimiento de la vivienda, de los servicios de salud (Estados Unidos es el país del mundo que más gasta en tratamientos médicos, pero sus indicadores en salud están muy rezagados frente a países con sistemas de cobertura universal financiados con impuestos generales), la escalada de los precios de la educación universitaria (que hace que cada vez menos familias puedan sufragar la formación profesional de los hijos y que, cuando lo hacen, sea a costa de endeudamientos de cientos de miles de dólares), así como el deterioro del transporte y los servicios públicos, están directamente ligados al enojo de los votantes que respaldaron a Trump.
Las políticas iniciadas desde los años ochenta del siglo pasado para facilitar exenciones fiscales a los más ricos, acotar el gasto público, debilitar a los sindicatos y contraer los salarios son antecedentes de la insatisfacción económica y del descontento político del que se aprovechó Trump. Sus acciones, huelga decirlo, están lejos de ser una estrategia en favor de la equidad, pues los recortes al gasto público y el despido de funcionarios van a exacerbar la desigualdad, al tiempo que la errática política comercial va a castigar la inversión y a incrementar los precios de los bienes que consumen los trabajadores.
La ola autoritaria también recorre a Europa, donde se desdibuja la memoria histórica sobre los totalitarismos y crece el respaldo a opciones xenófobas e intolerantes. El auge de los nuevos nacionalismos populistas en Europa coincide con la estela de la Gran Recesión de la crisis financiera de 2008. No importa que no hayan sido los inmigrantes quienes causaron el deterioro del nivel de vida, pero son el blanco de los ataques. La ira no busca razones, sino encontrar culpables.
El periodista de The Atlantic, David Frum, advierte que el único antídoto contra los riesgos autoritarios que tienen las democracias es propio su éxito social. En entrevista con Letras Libres (octubre de 2024) señaló: “las generaciones de estadounidenses que estuvieron activas de 1945 a 2000 tenían más confianza en las instituciones. ¿Por qué? Porque veían la economía funcionar. Fueron testigos del éxito de la reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial, además del crecimiento de los programas sociales que protegían la economía productiva del libre mercado y permitían a la gente seguridad en la vejez y otras cosas. El sistema funcionaba, así que creyeron en él. A partir del 2000 tuvimos una serie de terribles fracasos”.
El deterioro de la cohesión social y el aumento de la desigualdad son el combustible que hace triunfar al autoritarismo. Sólo una agenda económica que recupere la equidad podrá impedir el colapso de más democracias contemporáneas.