El INEGI acaba de publicar, por primera vez desde la desaparición del Coneval, los resultados de la medición de la pobreza. Hay que reconocer que el instituto hizo un buen trabajo, considerando sus limitaciones presupuestales.
En primer lugar, tenemos que durante el sexenio pasado se registraron avances muy significativos en la reducción de la pobreza. En 2018, el 41.9% de la población se encontraba en esa situación; para 2024, el porcentaje bajó a 29.6%. En términos absolutos, esto significa que 13.4 millones de personas dejaron atrás la pobreza en tan solo seis años.
El avance también se observa en la pobreza extrema. En 2018, el 7% de la población estaba en esa condición, mientras que en 2024, la cifra se redujo a 5.3%. Estamos hablando de 1.7 millones de personas que ya no viven en condiciones tan precarias. Estos números reflejan una mejora sustantiva en las condiciones de vida de millones de mexicanos.
Por otra parte, los datos muestran que las desigualdades regionales persisten. El 54% de las personas en pobreza extrema se concentran en sólo cuatro estados: Chiapas, Guerrero, Veracruz y Oaxaca. Si ampliamos la mirada a la pobreza en general, la mitad de la población en esta condición se encuentra en seis entidades: Estado de México, Chiapas, Veracruz, Puebla, Oaxaca y Guerrero. La desigualdad regional sigue siendo un reto estructural que ninguna administración ha podido resolver.
Al analizar las causas de la reducción de la pobreza, los datos son claros: lo que más influyó fueron los aumentos al salario mínimo, la reforma al outsourcing y la creación de empleo. Del total del incremento en los ingresos de los hogares, solamente 14% se explicó por transferencias sociales, el resto por mayores salarios y más empleos. Es decir, las políticas laborales jugaron un papel central, mucho mayor que los programas de asistencia gubernamental.
Esto nos lleva a una reflexión importante: si bien los apoyos sociales pueden dar cierto alivio, lo que realmente cambia la trayectoria de los hogares es tener un empleo formal, con buenos salarios.
La información dada a conocer por el INEGI también resalta un tema muy preocupante: la reducción en el acceso a los servicios de salud. En 2018, el 16.2% de la población no tenía cobertura médica, pero para 2024, ese porcentaje se disparó a 34.2%. Es decir, uno de cada tres mexicanos hoy carece de acceso a servicios de salud. Este retroceso se explica principalmente por la desaparición del Seguro Popular, sin que se haya creado una institución capaz de reemplazarlo adecuadamente.
Si hay un área donde el Estado mexicano debería invertir más, es precisamente en la salud. La situación actual es insostenible. No podemos celebrar los avances en la reducción de la pobreza mientras un tercio de la población carece de acceso a servicios médicos.
Por lo que toca a la educación, la medición realizada por el Instituto se limita únicamente al acceso, pero si se midiera la calidad, es muy probable que también encontráramos retrocesos significativos. Si queremos una sociedad más igualitaria y con mayor movilidad social, hay que mejorar el acceso y la calidad de la salud y educación públicas.
El gran aprendizaje de este sexenio es que la mejor manera de reducir la pobreza es mediante mayores ingresos laborales. De cara al futuro, resulta fundamental continuar impulsando políticas que reduzcan la informalidad, aumenten la inversión y eleven la productividad.
Cada vez habrá menos espacio para seguir reduciendo la pobreza únicamente a través de aumentos del salario mínimo, por lo que la agenda de productividad es clave. Un programa de digitalización y reducción del uso de efectivo debería ser parte central de esta estrategia, pues puede ayudar a formalizar a más trabajadores y empresas.
En paralelo, los programas sociales requieren una revisión profunda. Dado que no han mostrado gran efectividad en la reducción de la pobreza, debería apostarse por una mejor focalización: evitar que sean universales asegurando que lleguen realmente a la población que más los necesite.
La combinación adecuada hacia delante debería ser clara: menos gasto en transferencias sociales universales y más inversión en salud, educación e infraestructura. Además es necesario dar mayor certeza jurídica para que haya más inversión y, por tanto, empleos. Para ello eventualmente habrá que recomponer el sistema judicial. Sólo así podremos garantizar que los avances logrados en los últimos seis años no sean transitorios, sino sostenibles.