Carta desde Washington

Para Rusia, con amor

La incapacidad de Europa para actuar con determinación contra Rusia, subraya un problema más profundo: sin el liderazgo estadounidense, el continente está paralizado.

El tercer aniversario de la agresión e invasión injustificadas y premeditadas rusas a Ucrania este lunes pasado marca un hito significativo y doloroso, ciertamente para los ucranianos, pero también para los europeos y para todos aquellos que pugnamos por un sistema internacional basado en reglas. En los últimos tres años, la guerra ha tenido un impacto devastador, tanto en términos de sufrimiento humano como de consecuencias para las relaciones internacionales. Ucrania ha demostrado una inmensa resiliencia y determinación, y sus fuerzas militares y su población civil han soportado penurias extremas. Millones de personas han sido desplazadas de territorio ucraniano y sus ciudades e infraestructura han sufrido graves daños, mientras que el panorama geopolítico global se ha transformado, sobre todo a partir del retorno de Donald Trump al poder, y la alarmante y vergonzosa vuelta en U que éste ha dado a la postura estadounidense ante las acciones deleznables de Moscú. Este viraje indudablemente conlleva consecuencias onerosas tanto para Europa en su conjunto, como para la propia Ucrania.

En años recientes, la conferencia anual de seguridad de Múnich, que se celebra siempre en febrero, se ha visto interrumpida por una exhibición de poder descarnado de Vladimir Putin. En 2022, sesionó sabiendo que éste estaba a días de lanzar su ataque a Kiev. En 2024, el líder opositor, Alexei Navalny, fue asesinado en una cárcel rusa, y este año quedó enmarcada por el salvavidas que Trump le ha lanzado a Putin, con una Rusia no solo en posibilidad real de ganar territorio ucraniano, sino de paso desmembrar a Ucrania como un Estado soberano e independiente. Y es que cuando arrancó la conferencia hace dos semanas, la amenaza persistente de una Rusia agresiva se vio agravada por la confirmación repentina de nuestros peores temores acerca de la dirección de Estados Unidos bajo Trump. En un doble golpe para Ucrania, Trump anunció que había llamado a Putin y acordado directamente con él que iniciarían conversaciones para poner fin a la guerra sin la presencia de Ucrania o de sus aliados europeos, mientras que tanto su secretario de Defensa y su vicepresidente se lanzaron en una serie de diatribas desde el atril en Múnich que minan seriamente la credibilidad de los nexos trasatlánticos, que han sido el ancla de seguridad en occidente desde 1945. Pase lo que pase, Putin ya se anotó una victoria diplomática simplemente al sostener esa conversación telefónica con Trump y tener en Riad a EU sentado a la mesa con su canciller, Sergey Lavrov, quien hoy por hoy sigue estando oficialmente sancionado por Washington.

Solo hay que ver lo que ha ocurrido con el lenguaje utilizado por el Departamento de Estado de EU: en cuatro semanas ha pasado de “la guerra de agresión no provocada de Putin” bajo la gestión de Biden al “conflicto en Ucrania” bajo Trump. Como apuntó mordazmente Yaroslav Trofimov, el corresponsal en jefe para política internacional del Wall Street Journal, unas semanas más de esto y Washington pasará a llamar a la invasión “una operación militar especial”, que es -en un giro orwelliano del lenguaje- la patraña usada por el Kremlin para referirse a y justificar su guerra de agresión desde hace tres años. Pero la ruptura diplomática entre la Administración Trump y Ucrania por la invasión rusa se intensificó después de que Trump llamara a Volodímir Zelensky un dictador y de que Washington primero presionara a Kiev para eliminar una resolución de Naciones Unidas que Ucrania había redactado con apoyo europeo para conmemorar el tercer aniversario de la guerra, y luego, en un voto de la vergüenza, se alineara con Moscú votando en contra dicha resolución, abrumadoramente aprobada.

Las referencias tanto a otro Múnich, el de 1938, cuando Gran Bretaña y Francia cedieron a la Alemania nazi la región checoslovaca de los Sudetes, en una jugada que, según Chamberlain y Daladier, apaciguaría a Hitler y lo sentaría a la mesa de negociación, como al Pacto Ribbentrop-Molotov de no agresión mutua -firmado un año después y nueve días antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial- por medio del cual, Hitler y Stalin se repartirían una Polonia ya agredida e invadida, y a cómo reverberan ambos episodios hoy con lo que ha hecho Trump en menos de dos semanas ignominiosas, no se han dejado esperar.

Pero como todas las analogías históricas, si bien es justa, no refleja del todo diferencias sutiles con lo que está hoy en juego. En algunos aspectos, el peligro para las democracias europeas ahora es mayor, no menor, que hace 90 años. Una vez más, Europa está amenazada por una potencia revisionista y revanchista dispuesta a arriesgarse a una guerra total para lograr sus objetivos de expansión territorial. Y de nuevo, las democracias occidentales tendrán que luchar contra esa agresión en ciernes, les guste o no, porque tienen obligaciones en virtud de los tratados de la OTAN con países (incluidos, una vez más, Polonia, y las repúblicas Bálticas) que temen que pronto puedan ser objeto de la agresión rusa. Pero a diferencia de entonces, hoy no se puede contar con EU, ni siquiera con uno que, como a finales de 1941, llegue tarde -pero providencialmente- a la brega. Y a pesar de todas las afirmaciones de Trump de que Putin “quiere la paz”, no hay ninguna inclinación perceptible en el Kremlin a considerar otro camino que no sea el chantaje y la agresión, y, en una de esas, de nuevo el conflicto. Los países vecinos de Rusia que pertenecen a la OTAN son plenamente conscientes de esa amenaza y están invirtiendo robustamente no sólo en su propio rearme sino en fortificar la frontera desde el Ártico hasta Europa central. Pero a diferencia de 1939, Europa occidental está aún menos preparada. La dependencia durante décadas de EU para su defensa ha dejado ejércitos europeos raquíticos con gastos de defensa muy por debajo de lo deseable. Mark Rutte, el secretario general de la OTAN, advirtió al Parlamento Europeo el mes pasado que si los Estados miembros de la UE no aumentan drásticamente su gasto en defensa, las únicas opciones que les quedarán serán aprender ruso o mudarse a Nueva Zelanda. Y aunque la guerra se da en el extremo más alejado del continente, Rusia ha estado atacando, con un arsenal híbrido de herramientas, a quienes percibe como adversarios; con misiles y drones en Ucrania, pero con desinformación, ciberataques y sabotajes -usualmente vía terceros- realizados al oeste del continente. Por ende, el peligro para Europa radica en la interacción de tres factores cruciales: el repliegue estadounidense, el negacionismo de las principales potencias europeas, y la determinación y agresividad rusas. Atrapados entre Putin y ahora Trump, los europeos finalmente se enfrentan a la realidad que han tratado de evitar durante tanto tiempo.

Con respecto a Ucrania, en muchos sentidos Putin ya ha conseguido lo que quería: la oportunidad de negociar directamente con EU sobre el destino de la nación agredida, por encima de Kiev y Europa, así como la oportunidad de salir del congelador diplomático y volver a colocarse en la mesa de la política internacional. Funcionarios rusos afirman que Moscú está lista para negociar, pero siempre se remiten a la llamada “propuesta de paz” de Putin de 2024, que lee más como un ultimátum que una propuesta: Rusia se quedaría con todo el territorio ucraniano que ha ocupado, además de algunas zonas que aún están bajo control ucraniano. Además, Ucrania no podría unirse a la OTAN y se eliminarían las sanciones occidentales contra Rusia. Sí, puede ser que Rusia esté dispuesta a negociar, pero lo hará en sus propios términos, y Trump parece estar dispuesto a concedérselo con tal de poder fanfarronear que ya trajo la paz a Europa. A pesar de los esfuerzos de Zelensky y líderes europeos por ganarse el favor de Trump, claramente EU ya no es en este momento -y no lo será durante los próximos cuatro años- un socio fiable ni de buena fe. Si el discurso del vicepresidente Vance en la Conferencia de Seguridad de Múnich denunciando la democracia europea no lo dejó suficientemente claro, el intento estadounidense de extorsionar a Zelensky para obtener el 50 por ciento de los ingresos presentes y futuros de la riqueza mineral de Ucrania (no a cambio de un futuro apoyo estadounidense sino como compensación por la ayuda militar desembolsada durante la administración Biden) debería de haber despejado cualquier duda. Estas condiciones equivaldrían a una proporción mayor del PIB ucraniano que las reparaciones impuestas a Alemania por el Tratado de Versalles en 1919.

Al final del día, la incapacidad de Europa para actuar con determinación subraya un problema más profundo: sin el liderazgo estadounidense, el continente está paralizado. Pero para los ucranianos, lo que está en juego no podría ser mayor. Pronto podrían verse obligados a elegir entre aceptar una pérdida de territorio sin garantías de seguridad futura respaldadas por EU y seguir luchando sin el apoyo estadounidense, dos opciones que prácticamente asegurarían una victoria rusa aún mayor en el futuro cercano. La ironía es que la teoría original de victoria para Putin siempre dependió de socavar el apoyo internacional a Ucrania y de dividir a la alianza transatlántica. Después de tres años de fracaso en el campo de batalla, el regreso de Trump a la Casa Blanca puede finalmente proveerle al Kremlin exactamente lo que deseaba.

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