La revolución industrial no terminó con la agricultura pero la transformó sustancialmente: los tractores y trilladoras sustituyeron el trabajo manual y la refrigeración y el ferrocarril permitieron vender las cosechas en lugares lejanos. La economía del conocimiento tampoco acabará con la industria basada en la línea de ensamble, pero exige un fundamental cambio de enfoque: mayor inversión de capital y menos personal pero con alta calificación. El efecto disruptivo en la sociedad está siendo tan profundo como hace dos siglos. Así como mutó el concepto de trabajo y los campesinos y artesanos se tuvieron que adaptar a la disciplina fabril, hoy los trabajadores tienen que acoplarse a un mercado laboral flexible, que exige constante actualización en sus conocimientos y habilidades.
Los gobernantes de entonces y de ahora enfrentan el mismo desafío: apoyar a los desplazados para que encuentren nuevas oportunidades. Cuando una factoría se clausura o se traslada a otro país afecta a sus empleados y a las comunidades en que viven. Se requieren programas intensivos de reentrenamiento, ayuda para mudarse a donde surgen nuevos empleos y apoyos para que se establezcan empresas innovadoras en aquellos lugares.
Los gobernantes tienen también la misma tentación: sacar provecho político de la circunstancia. Eso es lo que ha estado haciendo Donald Trump. No es que no entienda que las factorías se cierran porque son obsoletas y se convierten en una carga para la productividad de las empresas, hasta que acaba por amenazar su permanencia. Después de todo, él como empresario liquidó hoteles y casinos que ya no le eran redituables. Lo que pasa es que para ganar votos siempre será más fácil apelar al patrioterismo y sostener la ideología del "industrialismo", que sobrevalora la manufactura y crea la ilusión de que puede sobrevivir sin renovarse en un ambiente de alta competencia.
Carreritas
El mejor ejemplo de esto es lo que sucede en la industria automotriz americana, tan malacostumbrada a que el gobierno federal la rescate de sus errores e insuficiencias. Apenas en 2009 Obama les redujo los impuestos y aligeró los niveles de emisiones permitidos, y ya están nuevamente en problemas.
Mientras que las tres grandes corporaciones de Detroit luchan por su sobrevivencia llevando su producción a otras partes y eliminando marcas que ya no son del gusto del consumidor, hace dos meses el presidente regañó a General Motors por suspender las actividades en cinco plantas (localizadas en Michigan, Maryland, Ontario y Ohio) que trabajaban por abajo de su capacidad instalada o a costos excesivos. Aunque los amenace con retirarles los subsidios y los créditos fiscales, ya no producirán modelos como Impala, Cruze, Buick LaCrosse, Cadillac CT6 y XTS o el híbrido Chevrolet Volt.
Automotrices europeas y asiáticas compiten con ellos para desarrollar autos eléctricos y autónomos que reducirán el uso de energía, la contaminación del aire, los tiempos de traslado, los congestionamientos y los accidentes. No es una carrera nueva. Desde los sesentas se introdujo el control de velocidad de crucero para no tener que estar pisando todo el tiempo los pedales del acelerador y el freno. Ya hace tiempo que se venden los autos que se estacionan solos con ayuda del radar y que cuentan con frenado automático de emergencia.
Cada inversión en tecnología, cada innovación que se prueba, es una apuesta riesgosa para esos conglomerados. Operar globalmente aumenta su eficiencia pero los hace vulnerables. Ponerle tarifas al acero y al aluminio de otros países (incluyendo el nuestro), o subir de 2.5 a 25% las tarifas a los coches terminados, no garantiza que se incrementen las ventas internas o se abran nuevos mercados. Al contrario, la guerra comercial altera toda la estructura de costos establecida en la red mundial de proveedores. Lo mismo pasa al exigir que se paguen en todos lados los mismos salarios que en Estados Unidos. Se complace a los sindicatos pero difícilmente eso conservará las plazas perdidas.
No es que el gobierno no deba hacer nada. Nunca prosperarán los vehículos auto-manejables si no hay calles y carreteras planas y en buenas condiciones. No serán competitivos si no se someten a un sólo marco regulatorio (hoy cada uno de los cincuenta estados tiene el suyo), construido con sentido común, que evite litigios frecuentes y onerosos. El "industrialismo" explota la ignorancia y la nostalgia y a la mejor gana elecciones, pero no sirve para superar los retos globales.