Todo dependía de la Anciana Azul, la última hembra de Petroica traversi, una especie de ave de Nueva Zelanda de la que, para 1980, quedaban solo cinco individuos. Las petroicas estaban por desaparecer, y los conservacionistas le apostaron todo a una idea desesperada. Habiendo notado que la Anciana Azul empujaba algunos huevos a las orillas del nido, decidieron acercarlos al centro para que recibieran más calor y lograran eclosionar. La operación fue un éxito y para 2022 se contabilizaban alrededor de 300 ejemplares: el ave se había salvado. O eso creímos.
Los huevos en las orillas no eran viables, las petroicas los alejaban por una razón: acercarlos al centro provocaba nacimientos de individuos que reproducían anomalías. Además, las nuevas poblaciones de petroicas que fueron reubicadas exceden hoy en día el potencial de su hábitat, y el limitado número de sus últimos progenitores produce riesgos endogámicos. Podría parecer que la petroica sobrevivió, pero también podemos pensar que se trata de una nueva especie, domesticada e inadaptada a su nuevo entorno, cuya destrucción, causada un siglo antes por la introducción de ratas y gatos, no fue reparada.
Elegí este caso como analogía para ejemplificar la tesis del libro Los peligros de las medidas que los economistas aconsejan a los políticos, donde el economista y premio Nobel Daron Acemoglu plantea la necesidad de incluir en los modelos económicos las consecuencias de las reformas económicas en los equilibrios políticos. Aquello que para la teoría es una distorsión del mercado (desde los sindicatos y el salario mínimo hasta el proteccionismo arancelario), para una sociedad puede significar el mantenimiento de un estado normal de las cosas que, al ser modificado, pone en peligro las coaliciones políticas que lo sustentan.
Aunque en México contamos con una larga tradición de escepticismo frente a las recetas económicas, aún es común insistir en la ortodoxia de los libros de texto como vía comprobada, científica y “objetiva” para analizar y juzgar las acciones de los gobiernos en materia económica. Los números no mienten, nos dicen, mientras reprueban los procedimientos que a todas luces “obedecen más a ideologías que a la evidencia”. Pero la ideología debe ser considerada a la hora de hacer los números, porque lo que vivimos en la realidad se parece más a los ecosistemas que a las fórmulas matemáticas, donde las emociones, las promesas y los acuerdos pesan tanto como las tasas de interés o la deuda pública, y donde cambiar una cosa modifica la otra.
Estudios como el de Acemoglu demuestran —recapitulando una historia bien conocida— que no basta con desactivar o corregir las ineficiencias en los mercados porque éstas constituyen la inextricable interdependencia de la economía y la política local. El libro de Acemoglu está construido de casos en que los gobiernos fallaron por haber “hecho lo correcto”, la mayoría en países de África o Latinoamérica, donde hemos llegado a interiorizar la mentalidad de quienes experimentan con nosotros. Una verdadera solución económica es sistémica y humana, requiere de la colaboración democrática entre sectores y una conversación que, más allá de apelar al “sentido común”, debe aspirar a un sentido en común que interpele los sentimientos de la nación. Si acaso es verdad que la economía es demasiado importante como para dejársela a los economistas, lo mismo es cierto para la política. No perdamos el bosque por los árboles, corregir las causas de los problemas es tan importante como aminorar los síntomas.