Sin dejar a nadie atrás

Un paréntesis

Nunca ha bastado, pero hoy mucho menos alcanza con “exigirle al gobierno” ni con “acudir a los expertos” para para concertar siquiera la ubicación de nuestros predicamentos, ya no digamos ofrecer ni recibir soluciones.

“¿Cómo quiere que lo arregle? ¡Vamos, dígame!”, contesta irritado Javier Milei cuando, durante una entrevista, recapitulan la situación económica de Argentina, en la que veintiséis empresas cierran diariamente. Unos minutos antes, Milei le había preguntado al reportero cómo resolvería el problema de las elevadas tasas de interés, y este aprovechó para recordarle al presidente que el economista era él. Muy acertadamente, Milei, quien durante su campaña se jactó de ser un “especialista en crecimiento con y sin dinero”, responde —y cito textual—: “Na, bueno, digo, pero digamos si pa, digo, vamo a deci noo esto ta, no se’e noseque, bueeh, digo…”.

No tratamos aquí con esas letárgicas acusaciones de ineptitud que llenan los diarios críticos a cualquier gobierno, o con el cinismo simplón de quienes pelean esas opiniones: lo que vivimos es un escenario de perplejidad universal. Nunca ha bastado, pero hoy mucho menos alcanza con “exigirle al gobierno” ni con “acudir a los expertos” para para concertar siquiera la ubicación de nuestros predicamentos, ya no digamos ofrecer ni recibir soluciones. Ante el paulatino colapso ecológico y la renovada amenaza de conflictos nucleares, pareciera que lo mejor que podemos esperar de lo último en ciencia y tecnología es la posibilidad de la supervivencia. Lo segundo mejor es maquilar fantasías que nos permitan continuar con la vida cotidiana; de ahí la ilusión que guarda para nosotros la promesa de la inteligencia artificial, el drama de los mercados bursátiles y el anuncio, año con año, de los ganadores de los premios Nobel, que inducen a pensar que, pese a todo, estamos avanzando.

Recuerdo que, durante mis tiempos universitarios, a los matemáticos les enorgullecía creer que su trabajo se encontraba más de cien años adelantado a nuestro tiempo. Lo que producía la teoría no tenía referente en el mundo actual y solo sería aprovechado cuando hubiesen pasado muchos años porque, para entonces, la nueva realidad encontraría un uso para sus razonamientos. Los filósofos, en cambio, llegaban siempre tarde; sus meditaciones eran retrospectivas, un “se los dije” que a nadie sorprendía. Pero recientemente sucedió algo inesperado: durante una transmisión en YouTube, el exministro griego de Finanzas Yanis Varoufakis planteó de este modo la necesidad de apoyar a Palestina: “De cualquier manera vamos a morir; entonces, ¿por qué no luchar por organizarnos e intentarlo?”.

Normalmente, a los políticos les corresponde mostrarse enérgicos y confiados, animándonos a seguir trabajando y progresando, pero Varoufakis estaba actuando desde una perspectiva existencialista, como si la filosofía hubiese adoptado el resignado optimismo de las matemáticas. Me parece que la política global está asumiendo esta tendencia, cuya mayor virtud será precisamente nuestra incertidumbre o, como ha dicho Noah Harari —una de las figuras públicas que hoy más parece saber—, “la habilidad más importante del futuro será la capacidad de decir ‘no lo sé’”.

Esto no significa permitir que los gobiernos suspendan la rendición de cuentas, hacer una apología de la corrupción o justificar la desfachatez de los excesos. Significa dejar de engañarnos a nosotros mismos creyendo que hay alguien que sí sabe, sea este el pueblo bueno o el Tío Richi. Si vemos que el presidente no puede, entonces extendamos nuestra mano: ni abrazos ni balazos, sino democracia y humanismo empresarial. Habiendo hecho este paréntesis, saquemos fuerzas de nuestra ignorancia y enfrentemos el siglo sin dejar a nadie atrás.

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