Sin dejar a nadie atrás

No dice ni oculta nada

El Premio Nobel se ha convertido en un oráculo moderno, del que ciudadanos, funcionarios y gobernantes esperamos una respuesta que confirme nuestras suposiciones.

Hace muchos años, un rey consultó con el oráculo en Delfos qué pasaría si emprendía la guerra. El oráculo le respondió que, de continuar con sus planes, iba a destruir un gran imperio. Muy confiado, el rey peleó y luego perdió, acabando con su propio reino: el oráculo había acertado, pero la interpretación del rey no estuvo suficientemente meditada. Esta historia es muy conocida y ha servido para ejemplificar la ambigüedad con la que funcionan las profecías, así como para dar una lección —muy actual— sobre la interpretación de la autoridad.

El Premio Nobel se ha convertido en un oráculo moderno, del que ciudadanos, funcionarios y gobernantes esperamos una respuesta que confirme nuestras suposiciones. Lo que dicte el consejo que decide el premio es repetido en adelante con una autoridad capaz de dar rumbo a las decisiones más importantes, si es que nos conviene.

En el caso del Nobel de la Paz, acatar o desprestigiar la autoridad depende de nuestras simpatías, porque el premio lo han ganado por igual Médicos Sin Fronteras y Henry Kissinger, y han sido postulados tanto George Bush como Donald Trump. Para el Nobel de Economía es distinto: una vez otorgado, es muy difícil discutir el mérito, porque los elementos subjetivos se subordinan al carácter científico de la disciplina, encumbrada por la máxima autoridad del oráculo de Estocolmo.

Es entonces que se vuelve necesaria la interpretación —es una ciencia social, después de todo—, porque si bien no se puede contradecir el veredicto, sí podemos pensar qué es lo que quiere decir en realidad, cuál es el significado para nosotros. Analicemos los últimos dos premios en Economía.

Por un lado, el año pasado Daron Acemoğlu fue reconocido por su trabajo sobre la importancia de las instituciones para el crecimiento económico; por el otro, Joel Mokyr ganó este año por sus investigaciones acerca de cómo la tecnología promueve el bienestar social, y es aquí donde surge la primera cuestión. La mayor parte del trabajo de Acemoğlu trata sobre cómo la tecnología por sí sola no produce desarrollo económico, mientras que la obra de Mokyr concluye que no es posible identificar razones suficientes ni necesarias para que una sociedad sea tecnológicamente creativa. Por el contrario, Acemoğlu insiste en que la tecnología debe ser entendida políticamente, porque su maleabilidad y dirección dependen de la organización social; Mokyr, en cambio, se pregunta si acaso debemos llamar progreso a la tecnología que permita la producción y el consumo hasta el grado de poner en peligro la supervivencia humana (un exceso de destrucción destructiva, parafraseando a Schumpeter).

El oráculo no dice ni oculta nada, solo da señales. Así lo creían los sabios antiguos acerca de las respuestas inspiradas: no basta con leer al pie de la letra los comunicados del consejo del Nobel; debemos esforzarnos en descifrarlos. Aislados, los dos últimos recipientes del premio no parecen aportar mucho, pero considerados juntos pueden ofrecer una señal más clara sobre las instituciones, la tecnología y el progreso.

Imaginemos que las razones para haber premiado a Mokyr las asignamos a Acemoğlu, y viceversa. De esta forma, la conclusión sería más poderosa: el factor decisivo para que la tecnología promueva el desarrollo económico es la mutua colaboración entre la innovación social y sus instituciones. Esto implica entender que “no existe el progreso en general, sino que este es el desarrollo interno de un sistema”, por lo que cada sociedad tiene el potencial de desarrollar y adaptar su propia tecnología de acuerdo con sus propios sueños e ideales, haciendo sus propias preguntas.

Más sobre esto la próxima semana.

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