Sin dejar a nadie atrás

Por mi culpa, por mi culpa

Tanto las empresas como los consumidores ahora llevan el estigma de la culpa, siempre recordándose que hacen mal, acusándo a discreción y “pagando voluntariamente el precio por hacer algo que de cualquier manera iban a hacer”.

¿Por nuestra gran culpa? El otro día vi un meme que mostraba un mapamundi dividido entre los paises motivados por la culpa y aquellos motivados por la vergüenza. En general, los países del hemisferio occidental respondían a la primera, incluido México. No es ningún secreto que nuestra tradición puede identificarse con ciertos patrones y felizmente acordamos en describirnos a veces como fiesteros y otras como trabajadores. Tanto la publicidad como la “alta cultura” investiga y utiliza los temas que nos son familiares para producir lo que nos gusta, aunque, tal como lo dice el meme, esto nos cause culpa. Pero hacer consciencia de los hábitos internos que dan forma a nuestras ideas, actitudes y hasta nuestras políticas públicas, puede también liberarnos de nosotros mismos.

Tomemos el caso de los sellos de advertencia en los alimentos empacados. A pesar del reclamo de las cámaras de comercio y los organismos responsables de interceder por los intereses empresariales, éstos fueron implementados hace cinco años bajo la premisa de servir a un bien mayor. Hubo razón: hasta el momento los índices de consumo de grasas y azúcares han descendido, lo que debemos celebrar. Pero esto no significa que no podamos mejorar y buscar nuevas maneras de lograr cambios positivos, porque, si bien han funcionado, lo han hecho explotando sentimientos negativos, que también son dañinos. Tanto las empresas como los consumidores ahora llevan el estigma de la culpa, siempre recordándose que hacen mal, acusándo a discreción y “pagando voluntariamente el precio por hacer algo que de cualquier manera iban a hacer”. Siguiendo la lógica del meme, tal vez haya lecciones en observar cómo le hacen los países cuya motivación es la vergüenza. En Singapur, donde la señalización es también obligatoria, el semáforo trabaja a la inversa: su exhibición depende del deshonor en no ser el mejor. Con una colorida escala que va de la A a la D, el etiquetado muestra quién se esfuerza más en ofrecer productos saludables. Esto logra reconocer, por ejemplo, el mérito en utilizar azúcar de caña por encima de sustitutos químicos o jarabe de alta fructosa, lo que en México queda semioculto. Desde su implementación, en Singapur los hábitos de consumo también han mejorado, pero sus empresas no piden perdón por gustar a la gente, y a los consumidores no los acosa el remordimiento de la indulgencia, sino que exteriorizan sus anhelos de ocupar los mejores puestos frente a la sociedad.

Es irremediable pertenecer a sistemas arraigados de creencias, pero sí podemos darles la vuelta cuando existen alternativas que también podrían acercarnos al bien. En Europa, el semáforo en sus productos no es de carácter obligatorio, y los resultados palidecen respecto a los de México o Singapur, donde el argumento de la “libertad” no alcanza a negar el beneficio que tienen las medidas regulatorias en la salud de sus poblaciones. Si ya hemos concluido lo anterior entonces abandonemos este purgatorio, sobre todo cuando hay otros caminos de redención. ¿Por qué en lugar de sumirnos en la ansiedad, no invitamos —normativa y obligatoriamente— a nuestras empresas y consumidores a construir una realidad más sana para todos? Si no hemos de abandonar los sellos, podemos al menos equilibrarlos con una escala que reconozca el empeño de los productores por ser cada vez mejores, a la vez que ofrezca a los consumidores mayor información respecto a lo que están tomando. Como dijera François Villon “Yo soy pecador, bien lo sé; sin embargo, Dios no quiere que muera, sino que me arrepienta y viva bien”.

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