“Aquellos que nos critican —escribía el abad Suger de Saint-Denis— dicen que la celebración de la misa necesita tan solo de la santidad del alma, una mente pura y una intención guiada por la fe. Estamos completamente de acuerdo en que aquello es lo más importante. Pero creemos también que los adornos y los cálices no encuentran un mejor servicio que en nuestra devoción, donde los purificamos y ennoblecemos.” Una justificación elocuente del lujo, pronunciada por quien debía entregarse a los más pobres. ¿Les suena familiar? Cualquier parecido con nuestra realidad es circunstancial. Aunque el abad escribía en los oscuros tiempos de la Edad Media y nuestros gobernantes son los más modernos demócratas, ambos comparten una gracia: vivir en tiempos del esplendor tecnológico.
El molino de agua fue el punto de partida de una cadena de inventos que dispararon la productividad medieval a niveles inauditos. Entre los años 1100 y 1300, se estima que la productividad agrícola por persona aumentó en un 15%, duplicando el rendimiento por hectárea. Fue una época de gran prosperidad… para unos cuantos. Las condiciones laborales en las tierras de cultivo empeoraron, el consumo se desplomó y la salud de la población se deterioró hasta el punto de la epidemia. ¿A dónde iba a parar toda esa riqueza generada por la tecnología? Es correcto: a la compra de cálices de oro. Los doscientos años que siguieron a la creación y mejora de los molinos de agua fueron también los de la rápida y masiva construcción de catedrales y monasterios, imperios que acumulaban miles de ovejas y se extendían a través de miles de hectáreas. Los pequeños productores que construyeron molinos para su beneficio acabaron castigados, existían también tendencias monopólicas. Todo esto hizo enojar a la gente. Después de haber suprimido la revuelta de los campesinos en 1381, las piedras de los molinos que aquellos habían construido ilegalmente en sus casas fueron confiscadas para enlosar los patios de las iglesias. Pero algo sí ganaron: una nueva dimensión de su representación política, equivalente a la innovación en el ámbito social, que eventualmete pondría fin al feudalismo.
El caso de los molinos es un ejemplo de cómo la visión que guía la aplicación de la tecnología puede reclamarse y redirigirse, pues las decisiones tecnológicas casi siempre siguen patrones extra-económicos. Recientemente, los economistas se han dado cuenta de que los modelos de crecimiento que solo contemplan factores endógenos no pueden explicar la maleabilidad de la tecnología. Contrario a lo que propone la ortodoxia, el crecimiento económico no es un resultado automático del progreso tecnológico, que no mejora por sí solo la calidad de vida. Los cambios en los criterios que designan el uso y acceso de las nuevas tecnologías son tan importantes como la realidad material que estas posibilitan. Frente a los nuevos horizontes tecnológicos, solo una economía fundamentada en la bondad y el humanismo empresarial puede encaminar nuestras esperanzas hacia una prosperidad compartida. Para que los pequeños empresarios de hoy logren aprovechar las herramientas más modernas de la revolución digital, deben buscar su integración en una estructura que implique la innovación social. Lejos de creer que la IA resolverá nuestros problemas, lo verdaderamente revolucionario será lograr sacarle utilidad: hacer valer nuestros recursos más preciados.