Sin dejar a nadie atrás

Un hogar en medio del agua 

Este verano ha llovido más que en los últimos cincuenta y siete; el sábado y el lunes pasado cayó tanta agua en tan poco tiempo que el Periférico colapsó en cuestión de minutos, mientras que bloques de hielo cubrían las banquetas de Tlalpan y Coyoacán.

La obsesión por definir y caracterizar las identidades nacionales nos ha hecho olvidar que la realidad supera nuestras fronteras.

Alicia Hernández Chávez

Históricamente, los regímenes mexicanos han elegido ocultar o encumbrar nuestro legado prehispánico de acuerdo con su sensibilidad. Así, hemos tenido ya dos celebraciones de los setecientos años de la fundación de Tenochtitlan —y, al no existir una fecha certera, podría volver a suceder en el 2045—; en otras circunstancias, puede que opten más bien por conmemorar su refundación. Seleccionar entre el pasado es una práctica común que supera nuestras fronteras, la legitimidad que estas acciones buscan cosechar es uno de los usos más transparentes de la historia. Pero, así como nuestro pasado puede ser utilizado discursivamente, también podemos recurrir a él para sobrepasar el ámbito mitológico y traer a la mesa los pendientes a resolver, problemas que la ciencia histórica encaja en su justa dimensión.

Tráfico, terremotos, desorden comercial, inundaciones: las dificultades legendarias resuenan entre nosotros, que bien las comprendemos. Bernal Díaz del Castillo, al describir las calzadas de Tenochtitlan, dice que la de Iztapalapa “aunque es bien ancha, toda iba llena de aquellas gentes que no cabían, unos que entraban en México y otros que salían”. Los Anales de Tlatelolco recuentan el sismo de 1445, el primer registro de una historia de cataclismos que empezó cuando “la tierra tropezaba con el sol”. De la importancia de los mercados y su organización encontramos testimonios de cómo su reubicación era materia de disputas políticas; los arqueólogos han llegado incluso a pensar que fue por el deseo de apropiarse del de Tlatelolco que los tenochcas guerrearon contra su vecino.

Todos son rasgos de nuestra ciudad, pero hay uno que sobresale en estos días: el de las inundaciones. Es paradójico que, así como enfrentamos lluvias torrenciales, también, desde tiempos prehispánicos, la Ciudad de México sufre graves temporadas de escasez. Desde hace setecientos años, la tala indiscriminada de nuestros bosques, la saturación del sistema hidráulico y la creciente demanda de habitación, aunadas a las inclemencias climáticas, ocasionan hambrunas y epidemias que han acompañado a los aluviones y sequías. Es así como nuestra historia cuenta, por un lado, inundaciones como la del siglo XVII que provocó —como ahora— el desbordamiento de las aguas negras, causando infecciones que acabaron con la vida de Sor Juana Inés de la Cruz, quien murió cuidando a los enfermos; y, por el otro, hambrunas como la de 1915, producida por el cierre de las vías de comunicación durante la revolución —como en 1521—, que arrasó con los gatos de la ciudad, último alimento de sus habitantes.

Este verano ha llovido más que en los últimos cincuenta y siete; el sábado y el lunes pasado cayó tanta agua en tan poco tiempo que el Periférico colapsó en cuestión de minutos, mientras que bloques de hielo cubrían las banquetas de Tlalpan y Coyoacán. Las imágenes de personas encima de microbuses hundidos en Viaducto y Churubusco son de hace unas semanas, pero bien podrían ser de cualquier otro momento. Cuando caminamos por las calles de la ciudad, presenciamos una lucha centenaria por hacer de la vida una regularidad, y para el funcionamiento del sistema hidráulico, la interrelación entre la organización social, política y empresarial es la clave. Hoy, como hace setecientos años, podemos alegrarnos de encontrar un hogar en medio del agua y pensar en cómo resolver, sin dejar a nadie atrás, los retos que conlleva semejante empresa.

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