Tenochtitlan no funcionaba sólo a partir del islote “flotante”, sino, sobre todo, gracias a los vínculos con los pueblos de la cuenca, de los que dependía su subsistencia.
—Antonio Rubial García
Hace unos días arrancaron los festejos que el gobierno local y federal planearon para conmemorar siete siglos de la fundación de México-Tenochtitlan. Las plazas y calles del Zócalo y sus alrededores se llenan de luces y figuras mientras reflexionamos sobre el significado del legado urbanístico prehispánico de nuestros antepasados.
Tenochtitlan no solo fue la capital de un pueblo específico: desde sus primeros años mostró el carácter cosmopolita que la definiría hasta nuestros días. Su existencia dependía —como lo sigue haciendo— de sus vínculos con el resto del territorio mexicano: sin país no hay maíz. Ya desde sus inicios, a la metrópoli la conformaban sus actividades comerciales; y antes de ser un territorio, fue una negociación de relaciones. Sus legendarias calzadas, que la unían a tierra firme, eran el sistema circulatorio del que dependía su abasto y mano de obra, por lo que el contacto con sus alrededores equivalía a la preservación de su existencia. Estos hechos fundacionales son una de las características que debemos resaltar para dimensionar la importancia de la ciudad. La celebración que inicia mañana conmemora la interdependencia que nos constituye.
Todo el país ha sido responsable por la vida de la capital; desde su mítica fundación hasta la creación de su primera Constitución Política, la Ciudad de México se debe a la aportación multicultural que no ha dejado de enriquecerla. Cuando los españoles refundaron la ciudad, esta ya estaba integrada por grupos tan diversos que diariamente se requería de intérpretes y traductores: a los otomíes, mixtecos, mazahuas y zapotecos se vendrían a sumar chinos, armenios, libaneses, franceses y estadounidenses. Una verdadera cosmópolis se empezó a gestar hace setecientos años, tan universal como la pluralidad del lenguaje y el comercio, rasgos esenciales de la vida capitalina que no pueden reducirse —ni entonces ni hoy— a discursos discriminatorios y excluyentes: la Ciudad de México fue, y es, más grande que su conquista.
Como leemos en un reporte de la Segunda Audiencia de 1534, la Ciudad de México-Tenochtitlan “tenía tierras en muchas partes”. Hoy esto es cierto a nivel local —cada alcaldía está compuesta por mundos y comunidades muy diferentes y, al mismo tiempo, tan similares—, pero también los intereses capitalinos se encuentran hoy por todo el mundo, así como todo el mundo tiene interés en nuestra hermosa —y, diría Villoro, barbuda— ciudad. En los próximos días circularán cifras y datos acerca de la importancia de la actual y antigua urbe. Pero algo describe aún mejor el valor de la moderna Tenochtitlan, plasmado en su propia constitución, y esto es que la “comarca emanada del agua”, debe fungir como “el espejo en que se mire la República”. Más allá de mitologías, hay problemas que nos enlazan con el pasado, pendientes por resolver que han perdurado hasta nuestros días: por un lado, el paradójico exceso y carencia de agua; por el otro, el mantenimiento de las relaciones comerciales. Las recientes manifestaciones en torno a la “gentrificación” no escapan a las encrucijadas de la historia, cuya necesaria actualización debe enfrentarse apartada de la demagogia. De esto hablaremos la próxima semana.