Sin dejar a nadie atrás

Cuando el futuro se rezaga

Cuando entendemos que la raíz del problema está en la deriva de nuestros propósitos, podemos confiar en que los empresarios, además de crear valor, también pueden brindar visión.

Vivimos tiempos paradójicos. Mientras celebramos casi a diario nuevos avances tecnológicos, la productividad global no deja de desacelerarse. La clave para entender este fenómeno está en la plusvalía, el excedente en la producción empresarial, resultado de la óptima gestión de los recursos y el riesgo. Es gracias a la plusvalía que las sociedades modernas han logrado niveles de bienestar sin precedentes. No obstante, estamos alcanzando el punto de saturación de nuestra edad de oro.

Hoy, para –medio– cumplir con la Ley de Moore sobre la duplicación de la potencia informática, se necesitan 14 veces más ingenieros que en los años setenta. Entre 1900 y 1970, bastaron 4 investigadores médicos adicionales por cada 10,000 trabajadores para aumentar del 20% al 48% la tasa de supervivencia al cáncer. En contraste, de 1970 a 2020, hicieron falta 36 investigadores adicionales solo para mejorar del 48% al 58%. Estos ejemplos indican que el problema va más allá de los rendimientos decrecientes. Se ha tratado de explicar usando la metáfora de un árbol: ya recolectamos las frutas que colgaban bajo, las restantes se encuentran en las ramas más altas y difíciles de alcanzar. Pero, como sugiere el sociólogo James Evans, bastaría con buscar otros árboles.

Un caso ejemplar de productividad sin rumbo lo podemos ver en Hollywood, alguna vez una de las industrias más emocionantes e innovadoras. Lo que en su momento fue uno de los pilares culturales de los Estados Unidos, hoy subsiste como parásito de la nostalgia, con una abundante cartelera de reboots, remakes y quintas partes. La IA, anunciada como la gran revolución de nuestro siglo, es aún muy joven para exigirle cuentas, pero qué decir de sus primos cercanos, las redes sociales y las plataformas digitales, de quienes solo podemos esperar que no causen más estragos. Los gobiernos democráticos tampoco pueden presumir mucho; varias administraciones han intentado, sin éxito, construir un tren conmutador en California por más de 30 años. Como señalan algunos economistas, este es un caso icónico por lo paradójico que resulta, ya que dicho proyecto, que reduciría enormemente la huella de carbono y aumentaría el bienestar de los ciudadanos, ha sido obstaculizado por la perversión de las normas ambientales introducidas durante el siglo pasado. La “capacidad estatal” de un gobierno para implementar sus políticas no solo se encuentra obstaculizada, sino incluso contradicha. Era de esperarse que al modelo económico basado en el crecimiento perpetuo mediante una producción desenfrenada lo enfrentaran nuevos ideales, entre ellos el “decrecimiento” que nace como respuesta a la emergencia ecológica y que, sin embargo, “ni picha ni cacha ni deja batear”.

Pese a todo, es posible ver una salida en el espíritu emprendedor. Cuando entendemos que la raíz del problema está en la deriva de nuestros propósitos, podemos confiar en que los empresarios, además de crear valor, también pueden brindar visión. Si la plusvalía radica en la proyección del empresario materializada en sus tareas, la responsabilidad de las empresas es mayor que nunca, pues deben inspirar con su ejemplo la capacidad de acción del Estado. Por su parte, el Estado debe garantizar lo indispensable para sostener el pacto social, pero también asumir y compartir el riesgo que implica actuar con creatividad. Hoy, a diferencia del siglo pasado, tenemos la ventaja de comprender que Estado y mercado no son actores independientes o antagónicos, sino complementarios. Sobre este nuevo entendimiento podemos, todos juntos, devolverle la emoción y el dinamismo a la esperanza.

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