Es cierto que tendemos a dar importancia a las cosas que percibimos como más grandes: las ciudades más pobladas, las cumbres más altas, las catedrales más antiguas y los viajes más largos. Es fácil apreciar el valor cuando se puede reconocer a simple vista, pero la verdad es que cada cosa en este mundo vale por sí misma, desde la flor más pequeña entre las banquetas hasta la abeja que la visita. En el caso de nuestra hermosa ciudad, su alcaldía más pequeña –con 404 mil 695 habitantes en apenas 23.3 km²– cuenta con más de una maravilla que la destaca con luz propia. No es otra que Iztacalco.
Su historia se remonta incluso antes de la fundación de Tenochtitlan. Cuando los mexicas partieron desde el mítico Aztlán, uno de los últimos lugares donde se asentaron antes de fundar la capital del imperio en un islote en medio del lago de Texcoco. Su ubicación era idónea para la agricultura de chinampas, pero la extracción de sal se convirtió en la actividad más importante para sus habitantes, quienes bautizaron la tierra como Iztacalco, que significa “Casa de sal”.
Durante la época novohispana fue una de las zonas comerciales más importantes de la ciudad y un sitio popular para el descanso y la recreación, mientras que el convento de San Matías fortaleció la vocación espiritual de sus habitantes y lo convirtió en lugar de peregrinaje. Los canales de Iztacalco fueron orgullo de México; se cuenta que Benito Juárez, admirador de la “Venecia del Nuevo Mundo” (como la llamó Manuel Payno), estuvo a punto de morir cuando explotó la caldera del barco de vapor que lo paseaba por La Viga, uno de los lugares que más le gustaba visitar.
La desecación de los lagos puso fin a los canales durante la primera mitad del siglo XX, pero los nuevos terrenos y la cercanía con el centro histórico la transformaron en una impetuosa zona industrial y, tiempo después, en un icónico desarrollo residencial. Mi querida tía, Catalina González Quiroz, quien este mes cumplió 93 años y a quien envío muchos saludos, recuerda muy bien cuando llegó a vivir a la Agrícola Oriental, hoy la colonia más poblada de la CDMX y una de las más extensas de América Latina. La colonia que fundó Lázaro Cárdenas se dedicó inicialmente a la agricultura, pero luego cubrió las necesidades habitacionales de Granjas México, una colonia hermana que hoy continúa llena de fábricas y talleres que hacen de todo: desde muebles y plásticos hasta ropa y accesorios para autos. Las industrias de Iztacalco exportan 149 millones de dólares al año, y los productos de sus fábricas de dulces son los preferidos de mi tía.
Los frutos de la urbanización y la modernidad –como la Ciudad Deportiva Magdalena Mixhuca y su Palacio de los Deportes, una de las obras emblemáticas del arquitecto mexicano Félix Candela– coexisten en armonía con fiestas religiosas, como la procesión del Corpus Christi. Conscientes de los tesoros culturales que integran la demarcación, la alcaldesa Lourdes Paz Reyes y el presidente de la Coparmex en Iztacalco, Jorge Cruz Baltazar, coordinan esfuerzos para impulsar el turismo en los siete barrios tradicionales. De igual forma, trabajan en la creación de una ventanilla empresarial única, en favor de los negocios de una de las alcaldías con mayor y más arraigada vocación comercial e industrial del país.
Cada mayo celebro a mi tía por su cumpleaños, y al hacerlo también honro las historias, vivencias y tradiciones de sus vecinos que han hecho grande a la pequeña Iztacalco.