Sin dejar a nadie atrás

La belleza está en el ojo

Está sucediendo algo paradójico: frente a los avances tecnológicos, los fantásticos nuevos productos y la ampliación de los horizontes humanos, parecería lógico encontrar una correspondencia en el valor conjunto de la economía, pero no es así.

En 2013, el entonces secretario de Hacienda lamentaba que “(…) perdemos de vista los datos que nos describen las tendencias fundamentales en la economía mexicana. (…) En los últimos 30 años la tasa de crecimiento promedio anual de la productividad ha sido negativa en 0.7 por ciento. Este es el dato más importante y revelador que hay en la estadística económica mexicana en las últimas décadas, y sobre el cual pensamos y hablamos poco.”

La Productividad Total de los Factores (PTF), a la que se refería Videgaray, mide el incremento en la producción que no se explica, solo por añadir más trabajadores o maquinaria; refleja cómo optimizamos los recursos disponibles. Un aumento en la PTF suele indicar crecimiento económico, por eso una tasa negativa es tan preocupante: significa que en los últimos 45 años hemos sido menos eficientes en lo que ya hacíamos, aun cuando el PIB haya aumentado. Para comprender mejor nuestro predicamento y encontrar una salida al aparente estancamiento, conviene contextualizarlo globalmente. En realidad, sí hemos sido productivos, aunque en áreas que aún no sabemos medir correctamente.

Está sucediendo algo paradójico: frente a los avances tecnológicos, los fantásticos nuevos productos y la ampliación de los horizontes humanos, parecería lógico encontrar una correspondencia en el valor conjunto de la economía, pero no es así. Desde 1970, la PTF ha experimentado una ralentización generalizada a nivel mundial. No se trata solo de rendimientos decrecientes, sino también de cómo medimos el valor económico. Resulta difícil atribuirle un precio a la posibilidad de comunicarnos por Zoom con un pariente en el extranjero, o calcular la deuda ambiental acumulada en recursos naturales, los cuales, a principios del siglo pasado, todavía se consideraban “no restrictivos para el crecimiento”. Algunos economistas estiman que ciertas tecnologías no necesariamente aumentan la productividad e incluso pueden ser contraproducentes, como las redes sociales –estudiadas por su relación con la infelicidad– o las máquinas de autocobro, que trasladan costos y tiempos desde el mercado hacia los hogares.

Estos son ejemplos relevantes para México, donde el trabajo doméstico y de cuidados representa casi una cuarta parte del PIB, o al menos así sería si se incluyera en las mediciones oficiales.

Medir la productividad es cada vez más complejo; por ello se han propuesto índices alternativos, como el de la felicidad. En esa métrica, México suele posicionarse relativamente bien, aunque también muestra signos claros de deterioro. No basta con adjudicarnos otros datos para evadir nuestros problemas; sí podemos enfocarnos en mejorar lo que realmente importa.

Una característica que nos distingue es el empeño que ponemos en el cuidado de nuestros familiares y amigos; ¿por qué no transformar ese compromiso en una fortaleza productiva? Ligar la felicidad con la productividad en ámbitos como el trabajo no remunerado podría revelar nuevas ventajas competitivas de nuestra economía.

Poco significan los Índices de Actividad Industrial o el de la Confianza del Consumidor cuando, desde 1980, no hemos logrado construir instituciones sólidas, instaurar un Estado de derecho, ni siquiera hacer o comprar más y mejores tacos. Pero al menos, el ambiente de fraternidad alrededor de éstos últimos se ha salvado.

Nuestra esperanza está en reflexionar sobre aquello que valoramos como sociedad: conservar y potenciar nuestros recursos naturales, proteger nuestra salud mental, y valorar adecuadamente e impulsar el trabajo de quienes sostienen nuestros hogares. Es ahí donde podemos darles sentido a las últimas cuatro décadas y confirmar que estos años, después de todo, no han pasado en vano.

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