La gente, en términos generales, trabaja —es decir, tiene un empleo— porque no tiene otra opción. Esto es algo que difícilmente alguien podría reconocer; incluso decirlo en voz alta suele ser mal visto socialmente.
Alguien que declare que trabaja solamente porque necesita el dinero sería considerado una persona perezosa, poco ambiciosa y sin un propósito claro de vida.
De hecho, sería más aceptable que alguien se definiera a sí mismo como adicto al trabajo (workaholic) que como una persona indiferente al trabajo.
Pero dejando de lado las percepciones, si nos enfocamos en los datos duros, la realidad parece indicarnos otra cosa.
Como ya lo mencioné en este mismo espacio en semanas anteriores, el porcentaje de personas comprometidas con su trabajo a nivel mundial, de acuerdo con Gallup, es de apenas el 21 %. En México, ese porcentaje sube ligeramente a 32 %.
Y aunque muchas personas pudieran autodefinirse como adictas al trabajo —por la connotación positiva y de productividad que creen que tiene dicha afirmación—, lo cierto es que menos del 8 % de la población trabajadora cae en esta categoría, según un estudio publicado en Journal of Psychosocial Nursing.
Asimismo, aunque muchos podrían afirmar que el trabajo es la fuente de su bienestar y felicidad, la realidad insiste en mostrarnos otra cosa. Más allá de la célebre frase de Bronnie Ware —la exenfermera de cuidados paliativos y autora del libro The Top Five Regrets of the Dying— que dice: “Nadie en su lecho de muerte se arrepiente de no haber trabajado más”, una reciente encuesta de Ipsos mostró que la principal fuente de felicidad para las personas es la relación con su familia, seguida de sentirse amado y apreciado, tener control sobre la propia vida y contar con salud y bienestar mental. El trabajo aparece en un lejano onceavo lugar como fuente de felicidad.
Y todo esto no significa, insisto, que la gente sea floja. Significa que las personas han descubierto que la vida es mucho más que pasarse más de 95,718 horas trabajando durante su existencia. Significa que los seres humanos de hoy en día aprecian los vínculos afectivos, el tiempo libre, el bienestar emocional y la libertad de elegir cómo vivir.
Quizá por eso mismo, lo que hemos entendido como “seguridad psicológica” y “propósito en el trabajo” tal vez no es lo que realmente pensamos que es.
De hecho, estos conceptos han sido profundamente malinterpretados en los entornos laborales. Tal vez ahí radique parte del problema: en esa confusión que explica por qué los niveles de compromiso son tan bajos y por qué, para la mayoría, el trabajo no es fuente de felicidad.
Tan fuerte ha sido esta distorsión que incluso un concepto diseñado para fomentar el bienestar —como la seguridad psicológica— ha terminado por desvirtuarse.
Según Amy Edmondson y Michaela Kerrissey, profesoras de Harvard, existen al menos seis ideas equivocadas que están desviando a las organizaciones: creer que seguridad psicológica es ser amable, evitar el conflicto, garantizar el empleo o complacer a todos.
Pero la verdadera seguridad psicológica, advierten, no se trata de comodidad, sino de permitir la franqueza: cuestionar, admitir errores y disentir sin miedo a represalias.
Y eso, paradójicamente, es lo que muchas personas anhelan más allá del trabajo, y es precisamente lo que no les estamos proporcionando.
Tal vez por eso, como sugiere el investigador Zach Mercurio, no basta con hablar de pertenencia o propósito si antes no abordamos algo más elemental: el deseo de sentir que importamos. Mercurio recuerda que más del 80 % de los trabajadores se siente invisible, subestimado o emocionalmente desconectado de su organización.
Y no porque falten bonos, capacitaciones o políticas de bienestar, sino porque sobran reuniones y faltan conversaciones. Porque se han multiplicado los incentivos, pero se ha perdido la capacidad de mirar al otro, escucharlo y hacerle sentir que su trabajo tiene sentido para alguien más.
Quizá, si realmente queremos cambiar la relación entre las personas y su trabajo, debemos dejar de preguntarles si están comprometidas, y empezar a preguntarnos si les hemos hecho sentir que importan.
El autor es Doctor en Filosofía, fundador de Human Leader, Socio-Director de Think Talent, y Profesor de Cátedra del ITESM.
Contacto: rogelio.segovia@thinktalent.mx