Para quienes crecimos y nos formamos profesionalmente en la década de loa 90, resulta inaudito el giro que la agenda internacional ha tenido en materia económica.
La presión diaria sobre los mercados productivos y financieros de un retroceso en los patrones de comercio internacional vía una guerra arancelaria liderada por Estados Unidos, amenazan la frágil estabilidad politica construida después del fin de la guerra fría, pero también, los beneficios del comercio que se tomaron por dados durante este tiempo.
En la arena pública mexicana, se ha vuelto cada vez más frecuente encontrar críticas abiertas al comercio internacional. Estas van desde la supuesta pérdida de soberanía nacional hasta la precarización del empleo, pasando por la denuncia de una excesiva dependencia de los mercados externos, particularmente del estadounidense.
Sin embargo, este discurso se presenta a menudo en boca de actores que, paradójicamente, han sido beneficiarios directos—económicos, políticos o simbólicos—de la misma apertura que hoy cuestionan.
Desde la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 1994, y posteriormente con su renovación bajo el T-MEC, México ha vivido una transformación estructural profunda.
En tres décadas, el país pasó de ser una economía semicerrada a una de las más abiertas del mundo en términos de comercio exterior. Por ejemplo, en 2023 las exportaciones mexicanas alcanzaron un valor récord de 593 mil millones de dólares, de las cuales el 82.5% tuvieron como destino Estados Unidos, según datos de la Secretaría de Economía. El país es ahora el principal socio comercial de EE. UU., superando incluso a China y Canadá.
Este proceso ha generado beneficios indiscutibles para la estructura productiva nacional. El sector automotriz, por ejemplo, se ha consolidado como uno de los pilares industriales del país: representa el 18% del total de las exportaciones y emplea a más de 950 mil personas.
Ciudades como Saltillo, Aguascalientes o Querétaro, y la Zona Metropolitana de Monterrey han experimentado una profunda reconversión productiva gracias a su inserción en cadenas globales de valor. A nivel macroeconómico, la estabilidad de la balanza comercial ha contribuido a la acumulación de reservas internacionales y a reducir la vulnerabilidad externa.
Por otra parte, los consumidores hemos visto ampliada nuestra capacidad para adquirir mercancías como limentos, medicamentos y equipo tecnológico a precios competitivos, simultáneamente a una vasta variedad en los mismos.
Y sin embargo, en el discurso público se observa una creciente hostilidad hacia este modelo, y justificando el entrar en el campo de batalla de una guerra comercial con aranceles recíprocos que sólo perjudican a los consumidores de a pie.
Políticos de distintas afiliaciones arremeten contra los “intereses extranjeros” o defienden un retorno al “desarrollo autosuficiente”; académicos y analistas denuncian la “desnacionalización” de la economía, mientras se vieron beneficiados con becas internacionales o colaboran con centros de investigación globalizados.
Incluso líderes empresariales que han visto sus patrimonios multiplicarse con la internacionalización de sus actividades, adoptan posturas nacionalistas cuando se presentan disputas con socios comerciales o cuando sus intereses sectoriales se ven amenazados.
Esta contradicción puede leerse como una forma de inconsistencia performativa: se actúa conforme a un conjunto de incentivos globalizados, pero se comunica un mensaje que los rechaza. El fenómeno también refleja una forma de un oportunismo discursivo, donde se instrumentalizan las tensiones distributivas del comercio para obtener beneficios políticos y mediáticos.
Ahora bien, sería un error reducir esta crítica a una simple hipocresía. Las consecuencias distributivas del comercio internacional en México son reales.
El crecimiento ha sido geográficamente desigual: mientras los estados del Bajío y el norte del país han prosperado, entidades como Oaxaca, Chiapas o Guerrero siguen atrapadas en estructuras productivas de baja productividad.
Además, si bien el empleo exportador tiende a ofrecer mayores salarios que el empleo informal o doméstico, existen evidencias de que muchos puestos dentro de la manufactura globalizada no alcanzan los umbrales de bienestar. El 55% de los trabajadores formales en México gana menos de dos salarios mínimos, según el IMSS.
No obstante, el diagnóstico de estas desigualdades no puede llevarnos a negar el valor del comercio en sí, sino a plantear políticas compensatorias, redistributivas y de desarrollo de capacidades productivas.
En lugar de rechazar el comercio, deberíamos preguntarnos: ¿por qué los beneficios no se han distribuido mejor? ¿Qué políticas fiscales, laborales y educativas podrían convertir al comercio en una palanca de desarrollo más inclusiva?
Finalmente, el momento actual abre una ventana de oportunidad sin precedentes. La reconfiguración geopolítica del comercio global—particularmente el fenómeno del nearshoring—está posicionando a México como un destino privilegiado para la relocalización de manufacturas.
De acuerdo con el Banco Interamericano de Desarrollo, México podría incrementar en hasta 35 mil millones de dólares anuales sus exportaciones manufactureras si aprovecha este reordenamiento. Renunciar a esta oportunidad en nombre de una nostalgia económica mal entendida que nos remonten al siglo pasado sería un error histórico.
En suma, el comercio internacional no es ni panacea ni culpable universal. Es una herramienta poderosa que, bien gestionada, puede contribuir a la prosperidad nacional.
Criticarlo desde posiciones que se han beneficiado de su existencia no solo es intelectualmente inconsistente; es, además, una estrategia que destruye la posibilidad de construir un proyecto económico moderno, equitativo, sustentable y conectado con el mundo; un mundo que lleva prisa y que no se detendrá a esperar que solucionemos todos nuestros conflictos internos para continuar su viaje al futuro.