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Microtendencias virales: cuando nada tiene sentido

Las modas virales ya no necesitan sentido: juguetes, snacks y algoritmos dictan lo que consumimos. De Labubu al chocolate de Dubái, la cultura digital redefine el mercado global.

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Labubu (Bobby Doherty )

Cada nueva “gran tendencia” que ha aparecido en mi celular durante el último año me hace sentir que estoy perdiendo la cordura, incluso con las cosas más inocuas. ¿Qué demonios es un Labubu? ¿El chocolate de Dubái es una marca o, no sé, simplemente un género de barra de chocolate? ¿Quién es Benson Boone y qué quiere de nosotros?

Al principio pensé que quizá era solo otra señal preocupante de envejecimiento: ya no entiendo a “los chavos de hoy”. Pero parece que ellos tampoco entienden gran cosa. Las juventudes están igual de desconcertadas que las personas adultas ante muchas de las cosas que se supone deben abrazar. En redes sociales, esa confusión juvenil se ha convertido en un meme en sí mismo, con usuarios publicando listas de absurdos virales: Labubu, chocolate de Dubái, Sonny Angel, matcha latte, Love Island, galletas Crumbl, Pretty Little Baby, helado moonbeam.

Si no reconoces nada en esa lista, no te preocupes: saberlo tampoco te ayudará a entender. Esa es una de las razones por las que el actual ecosistema de tendencias resulta tan desorientador: el trasfondo de la mayoría de estas cosas —por qué existen y cómo tanta gente se entera de ellas— no parece ser relevante para su popularidad. De hecho, algunas parecen no tener trasfondo alguno.

Labubu, por ejemplo, es una línea de pequeños monstruos con sonrisas diabólicas vendidos por la compañía china Pop Mart International Group Ltd. La versión más popular es un peluche miniatura que cuelga de un llavero y cuesta unos 28 dólares en “cajas sorpresa”, lo que significa que no sabes qué color o atuendo tendrá hasta abrirla. Los juguetes, lanzados en 2019, están basados en personajes de una serie de libros infantiles nunca distribuidos en Estados Unidos. Su popularidad en ese país se debe sobre todo a la cantante tailandesa Lalisa Manobal (Lisa, del supergrupo de K-pop Blackpink), que los colecciona y a veces los presume en Instagram. Y ya está, no hay más.

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Pop Mart Compradores fuera de la nueva tienda Pop Mart que vende juguetes Labubu en un centro comercial de Berlín el 25 de julio. (Tobias Schwarz)

Eso bastó para disparar las ventas de Labubu durante más de un año, al grado de volverlos casi imposibles de conseguir en los últimos meses. Esa escasez detonó la aparición de una legión de imitaciones —los Lafufu— que muchos fanáticos parecen apreciar tanto como los originales. Más allá de los clones, la fiebre ha triplicado las ventas de Pop Mart en la primera mitad de 2025 y aumentado sus ganancias en 350 por ciento. Y lo sorprendente es que Pop Mart ya era enorme: en 2024 facturó casi 2 mil millones de dólares.

Luego está el chocolate de Dubái. Estas barras —rellenas de una mezcla verde y pegajosa de hojuelas de hojaldre crujiente y crema de pistache— fueron creadas en 2022 por la chocolatera Sarah Hamouda en Dubái. Su fama explotó tras un TikTok fortuito a finales de 2023: un primer plano de una joven devorando con deleite una de sus barras. El internet las bautizó como “chocolate de Dubái” y el apodo pegó. Los imitadores surgieron de inmediato, multiplicándose durante 2024 conforme más personas publicaban su primer encuentro con el dulce. Hoy casi ninguno de los chocolates que circulan tiene relación con Hamouda, pero el género se volvió tan popular que ha impulsado las ventas de otros productos de pistache, elevado su precio global y hasta inspirado éxitos como la malteada de chocolate de Dubái con pistache de Shake Shack. Inevitablemente, ya existe una barra de chocolate de Dubái con forma de Labubu.

La lógica se repite. Todo funciona así ahora, en un giro sutil pero radical respecto a lo que antes se necesitaba para que un producto o idea estallara en el consumo masivo. Incluso las tendencias más tontas del pasado tenían alguna explicación real sobre por qué alcanzaban semejante tamaño.

En los ochenta, los Cabbage Patch Kids arrasaron porque fueron los primeros muñecos que prometían a los niños conseguir uno que “se pareciera a ellos”, y los padres sentían la presión de hallarlo. La fiebre de los Beanie Babies en los 90 no solo se debió a la táctica de escasez artificial de la empresa Ty para seducir a los coleccionistas, sino también al debut de eBay, que introdujo a los estadounidenses a la tentadora posibilidad de enriquecerse revendiendo coleccionables. En cierto momento, estos peluches representaron el 10 por ciento de las ventas de la plataforma. Más recientemente, los vasos gigantes de Stanley se convirtieron en símbolo de estatus luego de que su combinación de tamaño, asa y facilidad para caber en portavasos los hiciera populares entre mom influencers. La marca lo notó y empezó a lanzar colores y ediciones limitadas para avivar una auténtica histeria de consumo.

Las tendencias actuales parecen haber dejado atrás por completo ese modelo tradicional, en el que los productos necesitaban algún vínculo con la vida cotidiana para escalar. Hoy funcionan con la lógica de internet social: aunque no interactúes con una publicación —no le des like, comentes o compartas— basta con que te detengas unos segundos a verla para que el algoritmo la impulse a más usuarios.

Las tendencias que prosperan en este ecosistema son altamente estimulantes, por encima de todo: raras, tiernas, apetitosas, extravagantes o confusas. Esos atributos siempre ayudaron a que se propagaran, pero ahora son el requisito principal para alcanzar la ubicuidad.

Tradicionalmente, este tipo de estímulo inmediato era confiable solo al dirigirse a niños, tan vulnerables a lo brillante, lo suave o lo dulce. No es coincidencia que los peluches y los antojos azucarados sean ahora de los grandes beneficiados, aunque sean los adultos quienes los consumen masivamente. El contenido algorítmico funciona en parte porque es desorientador: debilita defensas como el discernimiento, la paciencia o la contención —marcas de la madurez emocional— y nos vuelve un poco más infantiles.

En un ensayo de 2024, el crítico de jazz e historiador musical Ted Gioia describió este patrón como “la cultura de la dopamina”: nuestra vida en línea diseñada para inducir estimulación por encima de todo. “Su rasgo más llamativo es la ausencia de Cultura (con C mayúscula), o incluso de entretenimiento banal: ambos son reemplazados por la compulsión”, escribió.

Gioia sostiene que, una vez acostumbrado al ruido constante, el público exige dosis cada vez más extremas para espantar el aburrimiento y la ansiedad que se abren paso en su ausencia. Ya no basta ver jugar a tu equipo de futbol favorito: ahora hay que apostar al partido. Que una de las tendencias más grandes lleve “Dubái” en el nombre es casi demasiado perfecto: Dubái, como marca global, ha sido diseñada para carecer de significado, identidad cultural o sentido de lugar.

Es un significante vacío, que evoca solo camionetas doradas, planes de hacerse rico rápido y pistas de esquí bajo techo en el desierto. Si la cultura de la dopamina fuera un sitio en el mapa, Dubái y Las Vegas pelearían por el título. Yo sé dónde apostaría en Polymarket.

Por sombrío que suene, las tendencias más luminosas de los últimos tiempos comparten al menos un rasgo: son cosas materiales que requieren salir al mundo real para interactuar con ellas. El andamiaje de internet busca convertirnos en zombis aislados que no sueltan el celular, pero aún hay señales de que la gente quiere algo tangible, aunque sea un Labubu, que, hay que admitir, es bastante simpático. Por más que lo intenten las grandes tecnológicas, internet no puede sustituir la realidad física, ni parece haber deseo de que lo haga más de lo que ya lo ha hecho. El desafío ahora es que la vida real está partida en dos mundos que ya no están separados, y cada quien debe reconciliarlos como pueda.

Si algo queda, la ubicuidad de un juguete o un snack es como una señal de que aún existe cierta realidad compartida, burbujeando a pesar del aislamiento algorítmico. Quizá eso explique por qué a casi nadie le importa si su Labubu o su chocolate de Dubái son auténticos. Puede ser un sustituto de la comunidad real, pero lo valioso es que al menos ofrece un motivo convincente para dejar de hacer scroll en TikTok y salir de casa.

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