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Estados Unidos se asumía como líder moral del mundo. Ya no más.

La administración ha recortado la ayuda exterior, se ha retirado de acuerdos internacionales y ha priorizado el interés propio por sobre el altruismo, recurriendo a las tradiciones estadounidenses de aislacionismo y nativismo.

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Retirada moral Trump está declarando el fin de un precedente de posguerra. (Raven Jiang)

Durante el último siglo, la política exterior de Estados Unidos se ha guiado por la idea de que al hacer el bien, también se hace el bien para sí mismo: que hay beneficios, tanto morales como materiales, en ayudar a amigos y vecinos. Ahora, la administración del presidente Donald Trump está desmantelando esa filosofía con una velocidad sorprendente. La forma en que reaccionen otras ramas del gobierno estadounidense, otros países y las empresas multinacionales en los próximos meses y años será la gran cuestión que definirá, al menos, el resto de nuestras vidas.

Los promotores estadounidenses de una diplomacia altruista fueron famosos por sus ideales elevados y su retórica grandilocuente. “No necesito decirles, señores, que la situación mundial es muy grave”, declaró el secretario de Estado George Marshall en 1947 a los estudiantes de la Universidad de Harvard, en un discurso que sigue resonando con fuerza histórica. Presentaba así el Plan Marshall, el programa para reconstruir los países de Europa Occidental devastados por la guerra. “Es lógico que Estados Unidos haga todo lo que esté en sus manos para ayudar a que el mundo recupere su salud económica, sin la cual no puede haber estabilidad política ni una paz duradera.”

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Marshall Marshall de la Universidad de Harvard recibirá un título honorífico, acompañado por el profesor Edmund Morgan de la Facultad de Derecho de Harvard. (Bettmann)

Universalmente elogiado por los historiadores, el Plan Marshall (equivalente a unos 170 mil millones de dólares actuales) tenía precedentes. A través del programa de préstamo y arriendo (lend-lease), Franklin D. Roosevelt había enviado armas a Reino Unido para combatir a la Alemania nazi en los años treinta, sin pedir ningún pago a cambio, argumentando que si la casa de tu vecino se está incendiando, le prestas la manguera para evitar que el fuego se propague, sin regatear el precio. Winston Churchill lo calificó como “el acto más desinteresado de toda la historia registrada”.

Claro que Estados Unidos ha fallado muchas veces en seguir sus propios valores: la guerra de Vietnam, el apoyo a dictadores en Medio Oriente y América Latina, la invasión a Irak, Abu Ghraib... la lista es larga y, como diría Churchill, vergonzosa. Pero los presidentes estadounidenses, sin importar su partido, generalmente han abrazado la idea de Estados Unidos como una superpotencia ética. Eso fue tan cierto para Jimmy Carter, que puso los derechos humanos en el centro de su política exterior, como para su sucesor Ronald Reagan, quien mezcló liderazgo moral con una política anticomunista feroz, apoyando iniciativas como Radio Free Europe, Voice of America y ayuda humanitaria a países pobres. “Con excepción de casos claros como Vietnam, el público estadounidense ha creído que su liderazgo en el mundo es principista y valioso”, dice Robert Keohane, profesor de asuntos internacionales en la Universidad de Princeton. “Y Trump ha tratado de desmontar ambas premisas”.

En su lugar, Trump ha retomado otras tradiciones profundamente arraigadas en Estados Unidos: el aislacionismo, el nacionalismo y el interés propio. Sus precursores son Henry Ford en los años veinte, el locutor extremista Father Coughlin en los treinta, y el senador Joseph McCarthy en los cincuenta, quienes argumentaban que la seguridad y el bienestar interno eran más importantes que cualquier compromiso internacional elevado. “Bajo el presidente Trump, los dólares de los contribuyentes estadounidenses siempre se gastarán con prudencia, y nuestro poder se ejercerá de manera responsable y en función de lo que sea mejor para Estados Unidos”, dijo el secretario de Estado Marco Rubio en su audiencia de confirmación ante el Senado. Trump fue más directo en una publicación en redes sociales el año pasado, al contrastar su visión con la generosidad de FDR y Harry Truman en Europa: “Se acabaron los regalos de ayuda exterior. A partir de ahora, EU solo otorga préstamos. Si no nos pagan, no reciben nada”.

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Rubio Rubio comparece ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado en su audiencia de confirmación como secretario de Estado el 15 de enero de 2025 en Washington, D. C. (Jabin Botsford)

La administración Trump no perdió tiempo en aplicar esta visión inflexible. Desmanteló la Agencia de EU para el Desarrollo Internacional (USAID), una especie de heredera espiritual del Plan Marshall, y asegura haber recortado más del 80 por ciento de todas las subvenciones al mundo en desarrollo. Suspendió partes del programa Pepfar, una iniciativa claramente altruista lanzada por George W. Bush en 2003 para combatir el VIH a nivel global. Trump también se retiró de acuerdos internacionales sobre el clima, abandonó organismos de salud global, suspendió contribuciones a la Organización Mundial del Comercio y pausó la aplicación de leyes anticorrupción internas, argumentando que perjudican a las empresas estadounidenses y que esos recursos se usan mejor combatiendo cárteles y organizaciones criminales. “Ha sido el aislacionismo en su forma más cruda”, dice el historiador Jon Meacham. “La sensación que transmite este repliegue al resto del mundo es: están por su cuenta”.

Y el mundo ha tomado nota. En una encuesta de Ipsos realizada en 29 países esta primavera, el 46 por ciento de los encuestados dijo que Estados Unidos tendrá un impacto positivo en el futuro del mundo, una caída significativa desde el 59 por ciento del otoño pasado (en Canadá, que Trump ha llegado a referirse como el “estado 51”, la caída de 33 puntos en ese mismo periodo fue la más grande en la historia de la encuesta). Por primera vez, los encuestados vieron a China como una influencia más positiva: el 49 por ciento dijo que tendrá un efecto favorable en los asuntos globales, 10 puntos más que antes.

Si actuar con principios es una forma de acumular “poder blando”—conseguir que otros países apoyen voluntariamente los intereses de Estados Unidos—, entonces el presidente ha renunciado voluntariamente a esa ventaja. “Trump está más que dispuesto a tirar por la borda el poder de atracción y admiración”, dice Keohane. “No le interesa. Él quiere ser admirado a nivel personal por ser fuerte, duro y determinado. Pero no le importa si la admiración por la sociedad estadounidense se traduce en apoyo a las políticas o metas de Estados Unidos”. China, que nunca ha priorizado los derechos humanos, la libertad de prensa ni ningún tipo de capitalismo con conciencia en sus relaciones internacionales, parece ser la principal beneficiaria.

Ahora le toca a otras instituciones frenar el retroceso moral de Estados Unidos o llenar el vacío que ha dejado. Aunque el Congreso ha sido notablemente sumiso frente al presidente, los tribunales estadounidenses están mostrando determinación: han bloqueado órdenes ejecutivas para suspender fondos para investigación médica, restaurado visas para estudiantes internacionales y protegido a Radio Free Europe y Voice of America de recortes presupuestales.

Otros países también están tomando la batuta. Mientras Estados Unidos elimina requisitos para que las empresas informen sus emisiones de carbono, la Unión Europea está imponiendo nuevos estándares ambientales, obligando a las empresas a presentar informes detallados sobre su impacto ecológico. Y con Trump renunciando a combatir el soborno y la corrupción, en marzo autoridades de Francia, Suiza y el Reino Unido anunciaron una fuerza internacional para asegurarse de que las multinacionales no relajen sus programas de cumplimiento. “En los últimos 10 años, entre Europa y Estados Unidos ha habido grandes avances en el uso de tecnología para responsabilizar a los actores corruptos”, dice Gary Kalman, director ejecutivo de la rama estadounidense de Transparencia Internacional. “Y ahora hay señales de que dicen: ‘Oigan, un retroceso en esto no le conviene al mundo’”.

Era un tiempo más simple aquel 1947, cuando Marshall dijo con autoridad moral ante los estudiantes de Harvard: “Nuestra política no está dirigida contra ningún país ni doctrina, sino contra el hambre, la pobreza, la desesperación y el caos. Su propósito debe ser la reactivación de una economía funcional en el mundo, para que puedan surgir condiciones políticas y sociales que permitan la existencia de instituciones libres”.

La administración Trump sostiene que ese legado de Marshall—un orden global pacífico, compuesto en su mayoría por países democráticos y libres—ha terminado por perjudicar los intereses de los estadounidenses.Esa es, en esencia, la doctrina Trump: el sueño de Marshall ha quedado obsoleto.

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