Un funcionario del gobierno de Biden alguna vez definió al G-7 —integrado por Estados Unidos, Canadá, Italia, Francia, Alemania, Reino Unido y Japón— como un “comité directivo para las democracias más avanzadas del mundo”. Pero es poco probable que la cumbre que comienza este 15 de junio en Alberta, Canadá, produzca declaraciones tan ambiciosas.
En lugar de los encuentros amistosos de otros años, esta cumbre parece más un último intento por encontrar puntos en común en un mundo donde Trump insiste en que Canadá podría ser el estado número 51 de Estados Unidos. Al mismo tiempo, Occidente representa una parte cada vez menor de la economía global, mientras empresarios e inversionistas buscan señales de que Trump esté dispuesto a bajar el tono en su guerra comercial con la Unión Europea y Japón. (El Reino Unido, por su parte, aún espera que se implementen los acuerdos arancelarios firmados recientemente con Washington).
Las probabilidades de una ruptura entre Estados Unidos y el resto del foro no se pueden descartar. Basta recordar la cumbre de 2018, con esa ya icónica imagen de un Trump desafiante y con los brazos cruzados. De hecho, apenas el mes pasado, y con el comunicado de los ministros de Finanzas del G-7 aún fresco, Trump volvió a amenazar con aranceles del 50 por ciento contra la UE.
Pero el comercio no es el único foco de tensión. Según Emma Ashford, analista del Stimson Center, un think tank de Washington, también hay diferencias sobre cómo abordar la guerra en Ucrania —Trump ha insinuado una negociación con Rusia que podría comprometer la soberanía ucraniana—, así como desacuerdos en torno a la estrategia con China.

Aun así, o precisamente por estas fricciones, el G-7 sigue siendo un espacio relevante. A 50 años de su fundación, el foro ha perdido peso relativo: en los años 70 representaba dos tercios de la economía mundial; hoy, menos de la mitad. Pero su estructura compacta y su carácter más informal lo hacen más funcional que organismos como la ONU o la OMC, golpeados por el declive del multilateralismo. Si China o Rusia estuvieran dentro —y Rusia lo estuvo hasta la anexión de Crimea en 2014—, el G-7 probablemente no serviría para nada.
El anfitrión de esta edición es Mark Carney, exbanquero central y actual primer ministro de Canadá, quien llegó al poder enfrentando de frente el estilo confrontativo de Trump. No la tendrá fácil. Aunque esta vez Trump no estará en su zona de confort —la Casa Blanca—, su capacidad de incomodar a sus contrapartes sigue intacta.
Carney, sin embargo, ha decidido abrir el juego: invitó al primer ministro indio Narendra Modi, figura clave del bloque BRICS que busca ser puente entre Occidente y el sur global, y también a la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, una de las firmantes del T-MEC que Trump amenaza con desmantelar. Volodímir Zelenski, presidente de Ucrania, también asistirá y seguramente presionará, como ya lo hizo en abril en el funeral del papa Francisco en Roma, para que Trump adopte una postura más firme contra Putin.
La apuesta de los otros líderes es que Trump —pragmático y transaccional— pueda ver en esta cumbre una oportunidad para consolidar su imagen como negociador implacable, especialmente frente a China. Aunque el G-7 no ha tenido una política clara frente a Beijing, existe el incentivo de aprovechar esta ocasión para alinear posiciones frente a los desequilibrios económicos y comerciales que genera el gigante asiático, que hoy recurre al músculo exportador para compensar el golpe de los aranceles impuestos por Trump. El reciente comunicado de Finanzas ya puso sobre la mesa temas como subsidios injustos y competencia desleal, incluyendo el aluvión de paquetes de Temu y Shein que sortean controles aduaneros.
El nuevo canciller alemán, Friedrich Merz, lo dijo la semana pasada en rueda de prensa: “Dejemos de hablar de Donald Trump con el dedo levantado y la nariz arrugada. Hay que hablar con él, no sobre él”. Pero no será fácil encontrar ese equilibrio entre resistir las exigencias de Washington y mantener posturas firmes en temas como Ucrania, comercio o el desarrollo ético de la inteligencia artificial.
Tan tensa es la situación que, según fuentes cercanas a la organización, los líderes ya habrían acordado no publicar un comunicado conjunto —como dicta la tradición—, en reconocimiento tácito de lo lejos que están sus posturas en asuntos clave como el cambio climático o la guerra en Ucrania.
Independientemente del resultado de esta cumbre, el futuro del G-7 seguirá en duda. ¿Podrá sobrevivir este foro como un club exclusivo de democracias desarrolladas? Hay quienes proponen expandirlo para incluir a economías como Australia o Corea del Sur, aliados estratégicos y con peso económico: Australia ha resistido la coerción comercial china y Corea del Sur ha aportado más municiones a Ucrania que toda Europa junta.
La otra interrogante es si estamos entrando en una era de coaliciones temporales más que alianzas permanentes. Las negociaciones comerciales entre EU y China parecen un G-2. Mientras tanto, la coalición europea en apoyo a Ucrania funciona mejor precisamente por ser más reducida, más ágil y más comprometida que la burocracia de la UE.
Para el G-7, el verdadero riesgo existencial es que el costo de mantenerse exclusivo sea volverse irrelevante.
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