En la mañana del 7 de julio de 1880, Cenobio Sauza entró al pueblo de Ahualulco al frente de 50 soldados federales, todos gritando y disparando al aire. En tres días se llevarían a cabo los comicios presidenciales en México, y estos hombres estaban allí, en la cabecera del distrito que incluía a Tequila, para asegurar la victoria del general Manuel González Flores. Sauza llevaba una barba descuidada y un sombrero de campesino, pero hablaba con la inconfundible voz del poder. Desde las escaleras del ayuntamiento, ordenó que trajeran al presidente municipal. Sauza le informó que la tropa acamparía allí bajo las palmeras y los pinos de la plaza hasta que llegaran todas las boletas de los pueblos circundantes y fueran certificadas por él personalmente. Cuando el alcalde protestó, fue arrastrado, pataleando y gritando, hasta el cuartel. Sauza advirtió a la población que cualquiera que mostrara deslealtad al presidente Porfirio Díaz votando en contra de su sucesor, sería asesinado. “Propalaron mil amenazas para los electores que no fueran gonzalistas”, escribió más tarde el alcalde, “y manifestando que nadie lo pararía en alcanzar la victoria”.
Durante la década anterior, Cenobio Sauza se había convertido en el principal competidor de los hermanos Cuervo, pero, a diferencia de ellos, no había nacido en una familia acomodada. Sauza creció en una plantación de caña de azúcar a las afueras del pequeño pueblo de Teocuitatlán, al sur de Guadalajara. Huérfano a los 15 años, viajó solo a Tequila, donde consiguió un puesto de aprendiz en la Hacienda de San Martín. Mientras los Cuervo disfrutaban de la solvencia de su herencia en El Pasito, Sauza pasó una década ascendiendo de peón a administrador de finca y luego a capataz. Finalmente, alquiló una destilería propia en Tequila y luego ahorró las ganancias para comprar otra: La Antigua Cruz, vecina de La Rojeña. Y, en secreto, había logrado un gran avance: desde el decreto del gobernador Gómez Cuervo en 1868, Sauza había estado distribuyendo hijuelos de agave, cortados de plantas madre sanas, a agricultores fuera del Valle de Tequila y había descubierto que el aire frío y seco del monte y las laderas soleadas mataban la plaga de hongos. En la exposición industrial de 1880 en Guadalajara, Sauza presentó uno de sus magueyes cultivados en la montaña, “esta planta se encontraba en todo su desarrollo, demostrando un buen cultivo y la bondad del terreno en que fue criada”. Para entonces, ya había estado adquiriendo tierras en las zonas altas del este; si comenzaba a plantar de inmediato, podría tener una cosecha libre de plagas a tiempo para cuando culminara la construcción de la línea del Ferrocarril Central Mexicano desde Guadalajara, prevista para 1888.

Con tanto en juego, Sauza no estaba dispuesto a cruzarse de brazos y permitir una guerra civil que pudiera retrasar la construcción del ferrocarril y poner en peligro su ventaja comercial. Mientras Florentino Cuervo se encontraba en California conspirando contra el presidente Díaz, Sauza renovó sus protestas contra los impuestos extraordinarios al tequila usados para financiar la milicia estatal de Florentino, y se encargó de solicitar a la legislatura la derogación de la ley. “La constitución federal nos presenta al mundo ataviados con las ricas vestiduras de la libertad”, escribió Sauza, “pero las leyes de nuestro Estado nos dejan en harapos y nos atan a la voluntad de una facción política”. No llegó a culpar a los Cuervo por su nombre, pero lanzó una acusación directa: “Estamos ante un nuevo impuesto a la producción de tequila”, escribió. “¡La ley se ha cumplido en todo el Estado, excepto por quienes ocupan la capital!”. La carta de Sauza era tan mordaz que sus colegas tequileros se negaron a firmarla.
En mayo de 1880, Sauza decidió actuar solo. Se aseguró el puesto de delegado electoral de Tequila y sobornó a los soldados del cuartel para asegurar que Ignacio Vallarta sufriera una rotunda derrota en las elecciones por la presidencia de Tequila. Cuando finalmente llegó el día de las elecciones, la tensión se había intensificado tanto en todo Jalisco que estallaron disturbios y tiroteos en las urnas de Guadalajara. Era justo el pretexto que Sauza necesitaba. Llamó al ejército para ocupar Tequila con la excusa de actuar preventivamente para preservar el orden y proteger la santidad del voto. Malaquías Cuervo quedó impactado por esta descarada acción. “En Tequila se parodió la farsa de Guadalajara en las elecciones primarias”, le telegrafió Malaquías al gobernador. “La elección se hace bajo la presión de la fuerza federal; los soldados del 7° (Batallón) recorren las plazas y calles armados; algunos ciudadanos han protestado y se han abstenido de votar”. Sauza caminaba entre ellos, supervisando la emisión de votos y recogiendo las urnas para entregarlas en la cabecera del distrito para su certificación al día siguiente.

Para entonces, Sauza había tomado Ahualulco, ocupando la plaza y tomando la escuela local como su cuartel general. Aceptó urnas adicionales conforme llegaban de pueblos afines a González y envió soldados para ahuyentar a los funcionarios electorales de los bastiones vallartenses antes de que pudieran entregar sus votos. Dos días después, Sauza ordenó que se abrieran las urnas certificadas y se contaran las boletas. Declaró a González ganador en el distrito por una mayoría aplastante y partió hacia Guadalajara para asistir a la convención electoral estatal. Gracias a más fraudes electorales como urnas preñadas y conteo a modo, más una flagrante intimidación en las casillas de todo Jalisco, González ganó los delegados estatales por unanimidad y obtuvo más de tres cuartas partes de los votos a nivel nacional, mientras que Vallarta obtuvo oficialmente apenas el 1 por ciento del total. Las columnas de los diarios se llenaron de cartas de protesta y reimprimieron el texto de los telegramas enviados a la capital pidiendo ayuda en medio de la interferencia electoral. “Otro movimiento revolucionario”, advirtieron los periódicos estadounidenses, “está amenazado en Guadalajara”.

Corrieron rumores de que Florentino Cuervo estaba organizando hombres en la sierra al norte de la ciudad para preparar una incursión a medianoche y que solo esperaba a que Vallarta terminara de redactar una declaración formal de guerra para ser leída al tomar la plaza. Un periódico informó que los empleados del gobierno estatal estaban “encerrados en palacio día y noche, viendo fantasmas en todo y en todas partes, por miedo al general Cuervo”. El gobernador envió un mensaje a Florentino, quien oficialmente aún era su subalterno, solicitando conversaciones de paz. Cuando Florentino entró fanfarronamente al palacio y subió la gran escalera hacia los aposentos del gobernador, le pidieron que dejara su arma en una oficina exterior. Tras la reunión, le informaron a Florentino que su arma había desaparecido. “El arma fue dejada por el señor general en una mesa del despacho de la sala de gobierno y cuando regresaron (…) había desaparecido. ¿Dónde estar más seguros?”, escribió el periódico La Libertad en la Ciudad de México. Creció la especulación de que Florentino había hecho amenazas con violencia y que los ayudantes del gobernador habían escondido su pistola para evitar lo que un periódico denominó irónicamente “pum-pum en el palacio”.
Pero pasaron los días y luego las semanas, y las calles de Guadalajara permanecieron tranquilas. El editor de Juan Panadero expresó su sorpresa de que Florentino, tras jurar públicamente que tomaría las armas en nombre de Vallarta, se hubiera dejado “ensillar por González con la misma facilidad con que Sancho Panza ensillaba al viejo Rocinante”.

Luego se informó que su silencio se debía a una enfermedad. A los pocos días, la prensa informó que Florentino había fallecido de neumonía en su hacienda de El Carmen. El 12 de octubre, su cuerpo fue trasladado a Guadalajara para ser velado en la misma habitación de Palacio de Gobierno donde había negociado con el gobernador apenas unas semanas antes. Esa noche, miembros del Séptimo Batallón, la misma tropa que había aceptado los sobornos de Cenobio Sauza para trastocar las elecciones en Tequila, fueron llamados a montar guardia. En las horas de silencio, durante la madrugada, un miembro del equipo del gobernador que había estado bebiendo comenzó a intimidar a los soldados en el pasillo exterior de la habitación. ¿Cómo podían fingir que velaban por el hombre al que habían traicionado apenas unos meses antes? Cuando un soldado empezó a gritar y forcejear con el funcionario, el propio gobernador salió a toda prisa de su despacho para disolver la pelea.
Dos días después, a las cuatro de la tarde, los cañones anunciaron el inicio de la procesión fúnebre. El cadáver de Florentino fue bajado por la escalera y atravesó el arco de entrada. Afuera, miles de personas se congregaron en la plaza para ver cómo cargaban su ataúd en el coche fúnebre tirado por caballos. El cortejo fúnebre, seguido por “su angustiada y afligida familia”, se dirigió al Panteón de Belén, donde el Séptimo Batallón, a pesar de la pelea en el palacio, se había adelantado para controlar a la muchedumbre que había acudido a ver el entierro de Florentino. El gentío, estimado en más de 15 mil personas, se apiñó contra la alta reja de hierro, con la esperanza de ver la fosa en el mausoleo familiar. Varios sirvientes de Florentino, que habían solicitado el honor, cargaron el féretro a su lugar de descanso final, y luego se pronunció un discurso para “este hijo de la Guerra de Reforma”.
Casi al final de su discurso, el orador se dirigió a los Cuervo, que estaban reunidos a la entrada de la cripta. “Él era también hijo de una de las familias más distinguidas de uno de los pueblos más distinguidos del occidente de Jalisco”, dijo. “Se han distinguido por su espíritu liberal, por su deseo de vivir en paz, impulsados únicamente por la idea de hacer triunfar la causa republicana. El general Cuervo lo abandonó todo y se entregó a México”. Incluso el joven José Cuervo, entonces un niño tímido, de rostro demacrado y mirada triste, que había cumplido 11 años apenas una semana antes, debió saber, al ver a los sirvientes de la familia introducir a su tío en la bóveda y cerrar la puerta de la cripta, que ninguno de estos elogios era cierto. Florentino no solo había librado más de dos décadas de guerra contra la Constitución, sino que ahora su conflicto con el presidente Díaz, el hombre al que había ayudado a llegar al poder, había dejado a su familia peligrosamente en desventaja ante la élite de la Ciudad de México. La multitud se dispersó y los Cuervo regresaron a Tequila, pero la vida había cambiado.
Después de que Manuel González asumiera la presidencia de México ese diciembre de 1880, nombró gobernador de Jalisco a uno de los amigos de Cenobio Sauza, con la encomienda de eliminar de la estructura del poder estatal a los leales a Vallarta, empezando por los Cuervo. Malaquías renunció a su cargo como presidente municipal de Tequila y, al cabo de unos años, Cenobio Sauza asumió ese puesto. En el siguiente ciclo electoral, Porfirio Díaz se reinstaló como presidente. Con estas fuerzas ahora alineadas, Sauza no perdió tiempo en explotar su poder. Para abrir nuevas cuentas internacionales, viajó a Madrid, donde su primo, el general Ramón Corona, fungía como embajador de México en España. Participó en exposiciones industriales por toda Europa y Estados Unidos. De regreso en Tequila, recibió más de 100 mil pesos en préstamos del gobierno para comprar un puñado de destilerías en el corazón del pueblo y excavó pozos a expensas de la ciudad para duplicar su suministro de agua.

Sauza también aprovechó el nuevo programa de Porfirio Díaz para confiscar y privatizar propiedades de la Iglesia y desamortizar tierras comunales indígenas, una medida destinada a fomentar la inversión estadounidense y aumentar la recaudación de los impuestos a la propiedad. Sauza compró legalmente grandes extensiones de tierra a la familia Martínez, incluyendo su finca de agave y destilería llamada El Medineño, al este de Tequila; también se apropió de granjas comuneras en la sierra norte, donde la plaga no llegaba, y se anexó ilegalmente parcelas de propiedad privada en las laderas occidentales, alegando que eran para uso de la ciudad, pero luego se las vendió a sí mismo. Para entonces, Sauza ya tenía la apariencia de político y estadista, con traje y anteojos, pero era tan brutal como siempre, y estaba más que dispuesto a expulsar a la gente de sus tierras por la fuerza si era necesario.
Entre los desplazados de El Cerro, una comunidad indígena en la cima de un cerro al sur de Tequila, se encontraba un joven llamado Cleofás Mota.
Años después, uno de los vecinos de Mota denunció cómo los hombres de Sauza habían llegado sin previo aviso. Declararon abandonadas las tierras de Mota, confiscaron su ganado, talaron sus árboles y prendieron fuego a lo talado, dejando que el incendio redujera a cenizas los campos de maíz y frijol. Ya nada detenía a Sauza. En la tierra ennegrecida, el empresario tequilero plantó hilera tras hilera de agave, extendiéndose por cientos de hectáreas. El hermano de Sauza, Luis, le ofreció a Mota una miseria por su parcela. A otros les arrebataron sus tierras sin pagarles un solo peso. “Destruyó los montes”, recordaría más tarde el vecino de Mota. “Ordenó a la gente que abandonara sus propiedades y solo tuvo que decirlo una vez. Nadie se atrevió a resistirse por miedo a perder la vida”.
Fragmento extraído de Tequila Wars: José Cuervo and the Bloody Struggle for the Spirit of México. Copyright ©2025 por Ted Genoways. Usado con permiso de la editorial, W.W. Norton & Company, Inc. Todos los derechos reservados.
Lee aquí la versión más reciente de Businessweek México: