Hace apenas un par de años, el concepto de nearshoring se convirtió en el tema favorito de economistas, empresarios y autoridades.
México, se decía, estaba frente a una oportunidad histórica: atraer inversiones que buscaban salir de Asia y acercarse al mercado estadounidense. La pandemia, los cuellos de botella en las cadenas globales y las tensiones comerciales entre China y Estados Unidos sirvieron como catalizador para este fenómeno.
Y aunque mucho se prometió, el impulso inicial perdió fuerza. Hoy, sin embargo, hay señales de que el nearshoring podría estar listo para una segunda vida, con México como protagonista, gracias a una ventaja estratégica que pocos países tienen: su posición privilegiada en materia arancelaria.
Pero hagamos antes un poco de historia. En la primera fase del nearshoring, el atractivo mexicano se explicaba por varios factores. En primer lugar, la proximidad geográfica con Estados Unidos.
En un mundo donde los costos logísticos se volvieron más relevantes que nunca, estar a unos cuantos días por carretera del mayor mercado del mundo marcaba una diferencia clave frente a las semanas que implicaba traer productos desde Asia.
En segundo lugar, el país contaba ya con una base manufacturera sólida, especialmente en sectores como automotriz, aeroespacial y manufactura electrónica. A eso se sumaba el bono demográfico: una población joven, amplia y relativamente bien calificada, con costos laborales todavía competitivos.
Pero el elemento que terminó por inclinar la balanza fue el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC). Este acuerdo no solo daba certidumbre jurídica a las inversiones, sino que ofrecía una ventaja arancelaria inmediata: productos hechos en México podían entrar a Estados Unidos sin pagar aranceles, algo que no ocurría con muchas mercancías procedentes de Asia. Claro, siempre y cuando se cumpliera con las reglas de origen.
Pero, incluso los productos que no calificaban para pasar a Estados Unidos con arancel cero, tenían que pagar el correspondiente a la cláusula de la Nación Más Favorecida de la OMC, lo que implicaba una tasa de apenas 2.7 por ciento en promedio.
Pese al entusiasmo inicial, el nearshoring no despegó como muchos esperaban. Aunque sí llegaron inversiones importantes, especialmente en estados del norte y el Bajío, no se dio el alud que algunos anticipaban. Parte del problema fue interno: problemas de infraestructura, cuellos de botella en energía eléctrica, escasez de agua en zonas industriales y trámites burocráticos complejos limitaron el ritmo del aterrizaje de nuevas plantas.
Externamente, la incertidumbre económica global y los cambios de estrategia empresarial —que ahora buscan no solo acortar distancias, sino diversificar proveedores— también influyeron. En otras palabras, muchas empresas optaron por una combinación de nearshoring, friendshoring y reshoring, y México no fue siempre el ganador.
Hoy, el panorama comienza a cambiar nuevamente. La creciente tensión geopolítica entre Estados Unidos y China ha llevado a una nueva ola de medidas arancelarias. Washington ha impuesto nuevos impuestos a importaciones chinas en sectores clave como vehículos eléctricos, baterías, tecnología médica y semiconductores.
Aún después de la pausa de 90 días acordada por los gobiernos de EU y China, los productos del gigante asiático deben pagar tarifas de más del 30 por ciento en promedio.
Frente a esto, México vuelve a lucir como una tabla de salvación para las cadenas de suministro norteamericanas. Las reglas de origen del T-MEC ofrecen un poderoso incentivo: si las empresas trasladan sus procesos a México y cumplen con los requisitos del acuerdo, pueden acceder al mercado estadounidense libres de aranceles. Esto no solo representa un ahorro económico directo, sino también estabilidad en un entorno global cada vez más volátil.
Aunque esta determinación deberá validarse de nuevo en julio, es consenso de los expertos que será la que prevalezca luego de la pausa de 90 días fijada por Trump, que concluye el julio.
Además, la industria mexicana ya empieza a recibir señales concretas. De acuerdo con datos de la Secretaría de Economía, la inversión extranjera directa (IED) relacionada con relocalización productiva representó cerca del 20 por ciento de la IED total en 2024.
Empresas del sector automotriz, electrónico y de tecnología médica están ampliando operaciones o abriendo nuevas instalaciones, sobre todo en estados como Nuevo León, Coahuila, Chihuahua y Jalisco.
Pese a la incertidumbre, la llegada de inversiones foráneas no se ha detenido. Para que esta segunda fase del nearshoring sea realmente transformadora, México necesita actuar con rapidez y decisión. Las ventajas arancelarias existen, pero no son eternas ni suficientes por sí solas. Hay varios desafíos críticos que deben abordarse:
Infraestructura logística: carreteras, puertos y ferrocarriles deben modernizarse. El congestionamiento en pasos fronterizos, como en Tijuana, Ciudad Juárez y Laredo, puede echar por tierra cualquier ventaja competitiva.
Energía confiable y limpia: muchas empresas exigen acceso a fuentes renovables y suministro constante. Las limitaciones actuales del sistema eléctrico nacional pueden frenar proyectos millonarios.
Certidumbre jurídica y regulatoria: las inversiones necesitan reglas claras y estables. Este punto es un reto para los posibles resultados de la reforma judicial.
Formación de talento: el bono demográfico por sí solo no basta. Hay que capacitar a más técnicos, ingenieros y operadores para industrias de alta tecnología.
Disponibilidad de agua: la instalación de fábricas intensivas en consumo hídrico debe contemplar planes sostenibles, especialmente en regiones con estrés hídrico.
El renacimiento del nearshoring es más que una posibilidad: es una ventana que se vuelve a abrir, pero que no permanecerá abierta para siempre.
México tiene la geografía, los tratados y la experiencia. Pero ahora necesita la voluntad política, la coordinación público-privada y una visión de largo plazo que permita transformar esta oportunidad en crecimiento sostenido.
Si se hace bien, este fenómeno puede no solo impulsar las exportaciones y el empleo formal, sino convertirse en el motor de una nueva etapa de desarrollo económico nacional, con impactos positivos en tecnología, innovación y bienestar regional. La ventaja arancelaria no es una anécdota ni un accidente. Es una herramienta estratégica.
Ojalá sepamos aprovecharla.
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