El descubrimiento a principios de marzo de un aparente campo de entrenamiento y exterminio en Jalisco, a 60 kilómetros de Guadalajara, ha afectado a México y ha revivido los peores tormentos del país. Es una prueba de fuego para la nueva estrategia de seguridad de la presidenta Claudia Sheinbaum, quien intenta reforzar la lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico tras la desastrosa estrategia de mano blanda de su predecesor, Andrés Manuel López Obrador.
Sheinbaum necesita implementar mejoras concretas en la seguridad de México, sin condiciones ni peros. No se trata de que el presidente estadounidense, Donald Trump, exija medidas a cambio de evitar aranceles comerciales o porque este nivel de violencia sea vergonzoso para el entorno empresarial y la imagen internacional del país. No, Sheinbaum necesita abordar este problema de frente porque el futuro del país depende de ello.
La historia de Rancho Izaguirre resuena porque expone la profunda podredumbre de un sistema en el que las autoridades locales se confabulan con bandas criminales carentes de humanidad. El centro se encuentra en una tranquila comunidad rural, en una zona donde los cárteles de la droga han gobernado la vida y la muerte durante décadas. Dentro del rancho, se encontraron restos humanos y fosas clandestinas, junto con montones de pertenencias personales que sugieren que cientos, probablemente miles, pasaron por este enorme centro de tortura donde los criminales entrenaban a la fuerza a los nuevos reclutas.
Las autoridades locales afirman estar comprometidas con la localización de los desaparecidos, que ascienden a unas 15 mil personas solo en Jalisco (y más de 120 mil a nivel nacional), pero no sería erróneo cuestionar lo que dicen las autoridades: la naturaleza maligna de este campamento salió a la luz gracias a los tenaces colectivos (conocidos como “buscadores”) que recorren México intentando encontrar a sus seres queridos desaparecidos. De hecho, el fiscal local y la Guardia Nacional habían asegurado el lugar en septiembre, pero por alguna razón —¡qué sorpresa!— no procedieron con la investigación.
Justo cuando los señalamientos políticos y los intentos de ocultar el caso se estaban calentando —incluyendo una extraña negación (no verificada) de participación por parte de supuestos miembros del poderoso Cártel de Jalisco Nueva Generación, o CJNG— Sheinbaum cambió de rumbo: hace un par de semanas anunció medidas para ayudar a las familias de todos los desaparecidos en una admisión implícita de la responsabilidad del gobierno.
“Abordar el problema de las personas desaparecidas y no contabilizadas es una prioridad nacional”, declaró. “Actuaremos conforme a la ley y con toda la fuerza del Estado”.

Esto representa un paso positivo, sobre todo porque reconoce que el drama de las desapariciones es real y no puede ignorarse. Suelen ser adolescentes atraídos por ofertas de trabajo falsas, en lugares como estaciones de autobuses o a través de anuncios en redes sociales, que terminan en campos de entrenamiento, algo que las autoridades conocían desde hacía años.
Para Sheinbaum, feminista y humanista de izquierda, enfrentarse a estos colectivos —generalmente liderados por madres que perdieron a sus hijos— conlleva claros riesgos políticos. Tiene la popularidad y la fuerza política para hacer lo correcto si así lo decide, pero la pregunta es con cuánta fuerza podrá avanzar sin desatar más violencia.
El contexto es complejo: la emboscada al capo Mayo Zambada el año pasado desató una guerra dentro de diferentes facciones del narcotráfico en Sinaloa; el gobierno envió en febrero al legendario Rafael Caro Quintero y a otros 28 capos de la droga a Estados Unidos mientras que la administración Trump designó a seis cárteles mexicanos (incluido el CJNG) como organizaciones terroristas extranjeras; el Pentágono está aumentando su vigilancia de México con el despliegue de buques de guerra y aviones de la marina en medio de especulaciones sobre una acción unilateral de Estados Unidos contra los cárteles.
También es cierto que hemos estado aquí antes en muchos otros casos dramáticos, con gobiernos fanfarroneando y jurando que no se lavarían las manos, bla, bla, bla, solo para esperar cínicamente a que pase la tormenta política, apostando a que la sociedad seguirá adelante hasta el siguiente escándalo, ajenos al raudal de noticias macabras. También existe la tentación de pensar que si no se habla mucho de un problema, no existe, lo que puede explicar por qué las desapariciones están en aumento incluso cuando el número de asesinatos está disminuyendo. Sin embargo, lo correcto es lo opuesto: por muy doloroso y vergonzoso que sea, México necesita enfrentar la barbarie de sus cárteles de la droga; de lo contrario, el problema seguirá haciendo metástasis y las familias no encontrarán consuelo para sus desaparecidos.
A principios de este mes, la fantástica “Aún estoy aquí” se convirtió en la primera película brasileña en ganar un Óscar, recibiendo el premio a la Mejor Película Internacional. Narra la historia real de una familia feliz —una pareja con cinco hijos— que se ve interrumpida para siempre cuando, en 1971, el padre es secuestrado, asesinado y su cuerpo desaparecido por las fuerzas armadas durante la dictadura brasileña. La madre, Eunice Paiva, lucha por descubrir los últimos momentos de su esposo y solo obtiene un certificado oficial de su defunción del estado brasileño 25 años después.
México produce una Eunice Paiva cada hora, cada día. Los autores de esta violencia son el crimen organizado con el consentimiento de las autoridades, en lugar de una junta militar tradicional.
Sin embargo, el dolor infligido a estas familias es prácticamente el mismo, multiplicado por miles. Y esto no es una película.
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