El desarrollo no ocurre por inercia, ni como simple resultado del crecimiento económico. Ocurre cuando una nación es capaz de convertir una coyuntura favorable en estrategia estructural, cuando la visión trasciende el sexenio y se convierte en política de Estado. México, a finales de 2025, cuenta con dos planes que poseen ese potencial: el Plan México, eje rector del gobierno federal; y el Plan Renacimiento Maya, visión territorial del gobierno de Yucatán, que articula de manera ejemplar los objetivos nacionales con una estrategia regional integral.
Estos dos planes no son proyectos paralelos: son engranajes de una misma arquitectura de Estado. El Plan México define una nueva visión nacional basada en la industrialización con justicia, soberanía energética, autosuficiencia alimentaria, infraestructura estratégica, desarrollo regional, inclusión social y sostenibilidad ambiental. Es una apuesta por transformar el modelo económico sin perder cohesión social.
Desde el sur, el Plan Renacimiento Maya interpreta esa visión con profundidad regional. No repite directrices: las adapta. No busca recursos desde la dependencia, sino desde la contribución. Yucatán, con este plan, no espera ser integrado: se posiciona como articulador del nuevo desarrollo del sureste mexicano.
El Renacimiento Maya, encabezado por el gobernador Joaquín Díaz Mena, es probablemente el primer intento serio de un gobierno estatal por plantear un modelo de desarrollo que no sea periférico ni subsidiario, sino central para la estrategia nacional. Este plan no se agota en obras ni en programas sociales: propone un ecosistema de infraestructura logística, atracción de inversiones, desarrollo social y ordenamiento territorial que conecta con las exigencias del siglo XXI. En tiempos donde el discurso se impone a la ejecución, este plan propone lo contrario: transformar desde la realidad.
Los ejes son claros: modernizar el Puerto de Progreso y la infraestructura logística para conectar con el mundo; crear una zona industrial y libre que genere valor agregado desde el sureste; impulsar el empleo y la educación técnica; fortalecer el rol de las mujeres como motor económico; y ordenar el territorio con sostenibilidad ambiental y justicia social. Es un modelo que no improvisa: planea, articula, actúa.
La experiencia internacional lo confirma: el desarrollo necesita visión, pero también continuidad, inversión, ciudadanía y confianza. China lo hizo con “Made in China 2025”. Europa lo hace con el “Green Deal” y el fondo Next Generation EU. En todos los casos, el éxito no depende de un solo actor, sino de la articulación de planes nacionales con planes regionales bien diseñados, con identidad propia y plena coordinación institucional.
México hoy tiene esa oportunidad. El Plan México marca el rumbo. El Plan Renacimiento Maya demuestra que los estados pueden dejar de ser receptores pasivos y convertirse en arquitectos activos del futuro nacional. Pero para que esto se convierta en política de Estado, se requieren cuatro condiciones: continuidad política más allá de los sexenios; respaldo presupuestal multianual; apropiación ciudadana del proyecto; y confianza institucional que garantice inversión y estabilidad.
La propuesta es clara: cada estado o región del país debería contar con su propio plan estructural, inspirado en el Plan México pero diseñado con base en sus realidades, fortalezas y aspiraciones. No como ejercicio burocrático, sino como instrumento de transformación. Yucatán ya lo hizo. Ahora toca replicar la metodología, el enfoque y la ambición.
No se trata de centralizar ni de fragmentar. Se trata de articular. México tiene el plan. Yucatán tiene el modelo. Lo que sigue es construir un nuevo federalismo del desarrollo: donde cada región aporte, proponga y prospere desde su lugar, pero hacia un destino compartido.
