México ha sido, históricamente, un país de contrastes. Desde su geografía hasta sus culturas, su desarrollo económico hasta sus estructuras sociales, las diferencias entre entidades federativas son profundas y persistentes. Sin embargo, esta diversidad, lejos de ser una barrera, puede convertirse en una enorme fuente de fortaleza si se articula bajo un nuevo paradigma: la cooperación territorial entre estados.
Durante décadas, el federalismo mexicano se interpretó como una división administrativa donde las entidades obedecían, más que dialogaban, con el poder central. Hoy, esa visión resulta no solo limitada, sino ineficaz frente a los desafíos contemporáneos a nivel nacional e internacional. El cambio climático, la reconfiguración geopolítica, las nuevas tecnologías, la transición energética o la necesidad de un nuevo modelo de desarrollo productivo no distinguen fronteras estatales. Al contrario, requieren respuestas compartidas, horizontales, que surjan desde abajo y se complementen en el centro y desde las periferias, ya no consideradas como territorios menores, sino piezas clave para dar respuesta de desarrollo a estos nuevos fenómenos.
Por esa razón, es necesaria una nueva lectura del federalismo en la que se pone en el centro la idea de coordinación social entre estados, mas no de subordinación. Esto significa reconocer que existen realidades regionales que pueden ser abordadas mejor desde una lógica cooperativa: entidades con litoral que enfrentan retos comunes en infraestructura portuaria, estados con fuerte componente indígena que comparten desafíos en derechos lingüísticos y culturales, regiones con vocación energética que pueden impulsar una estrategia tecnológica conjunta, y especialmente, territorios con alto potencial para toda la nación, como lo es Yucatán que, gracias a la nueva era del Renacimiento Maya bajo el liderazgo del Gobernador Joaquín Díaz Mena, se posiciona como un punto clave para el desarrollo económico, portuario y logístico de toda la nación, cuyo respaldo del Gobierno federal contribuye a que sea un activo geopolítico con ventajas que sobresalen en todo el continente americano, y que permite garantizar una soberanía económica, logística, cultural y energética, entre otras.
Este enfoque colaborativo cobra especial vigencia en la coyuntura actual, donde la mayoría de los gobiernos estatales comparten orientación política con la Presidencia. Más allá del color partidista, esto abre una ventana para construir sinergias, intercambiar buenas prácticas y diseñar políticas que no compitan entre sí, sino que se potencien mutuamente. Pero esa coincidencia también impone una responsabilidad: demostrar que la sintonía política puede traducirse en resultados tangibles para las personas desde una posición de Estado, sin importar las posturas partidistas.
Un ejemplo contundente de esta visión se observa en el sureste del país, donde Yucatán está mostrando ya resultados tangibles de una ambiciosa agenda de transformación: el Renacimiento Maya. No se trata solo de una narrativa identitaria, sino de un proyecto de inversión e infraestructura con visión de largo plazo, que incluye desde la modernización del Puerto de Progreso hasta la consolidación de la educación, salud y justicia social como pilares de un Estado y no solo como derechos reconocidos. Su impacto, sin embargo, trasciende lo estatal; y por eso, ha sido anfitrión de tres giras presidenciales históricas, captación de inversión federal y visitas internacionales de más de 60 países, en menos de siete meses.
En este contexto, las representaciones estatales en la Ciudad de México cobran un valor estratégico renovado. De ser oficinas con funciones meramente protocolarias, están llamadas a convertirse en verdaderas plataformas de interlocución política, diplomacia subnacional y articulación técnica. Su misión no es suplir al Congreso ni al Ejecutivo estatal ante las autoridades federales, sino facilitar el diálogo entre gobiernos estatales, identificar coincidencias y habilitar mecanismos de acción conjunta.
Para consolidar esta nueva forma de gobernanza, se requiere institucionalizar los espacios de colaboración entre estados: redes temáticas, consejos regionales, observatorios compartidos. La colaboración no puede depender de voluntades aisladas ni de momentos coyunturales; necesita estructuras permanentes que trasciendan administraciones, para que sus resultados sean de la misma naturaleza.
México necesita repensarse desde lo local. Un nuevo federalismo no significa fragmentación, sino madurez institucional. Significa reconocer que los grandes cambios no se imponen desde arriba, sino que se construyen desde el territorio, entre pares, con visión compartida y metas comunes. Otro ejemplo del efecto transfronterizo de la nueva era en Yucatán, el Renacimiento Maya, es la Casa Yucatán en la Ciudad de México, la Oficina de Representación del Gobierno de Yucatán en la capital del país, un espacio que por años había sido abandonado y lejano de la población yucateca, que ahora se ha convertido en un espacio digno y al servicio de la gente, gracias a la visión del Gobernador Joaquín Díaz Mena para llevar a cabo una transformación real y palpable para todo el pueblo yucateco.
Porque en un país tan plural como el nuestro, el futuro no puede depender de una sola voz, sino de muchas que aprendan a escucharse, coordinarse y avanzar juntas. El papel de las Representaciones de las entidades federativas es entender y llevar a la realidad esa premisa.