Este martes los diputados federales aprobaron una ley general en materia de extorsión. Fue a propuesta de la presidenta Claudia Sheinbaum y la votaron 456 legisladores. O sea, todos. ¿Cabe el espacio para creer que ahora sí se combatirá ese delito?
En junio de 2022, tras el asesinato de dos sacerdotes jesuitas y otra persona en Chihuahua, un caso que dolió mucho más allá de los foros donde hay simpatía por la Compañía de Jesús, uno de los integrantes del Sistema Universitario Jesuita declaró:
“Cuando el Estado no tiene control territorial y permite que grupos armados lo controlen, a eso le llamamos Estado fallido, y tiene muchos años que desgraciadamente en México el territorio, las colonias, los barrios, los pueblos están siendo controlados por algún cártel y el Estado está ausente (…) La población en México estamos solos, abandonados a nuestra suerte, sometidos a la ley del más fuerte, sometidos a la ley de la selva. Estamos sometidos a la ley del secuestro, de la extorsión, del asesinato” (Rector de la universidad Iberoamericana de Torreón, Juan Luis Hernández, palabras recogidas por Reforma).
Tres años después, en un nuevo sexenio de Morena, ese diagnóstico aplica a múltiples entornos, a demasiadas regiones. Ya sea las carreteras de Guanajuato controladas por criminales (leer a Claudio Ochoa, El Universal 26/10/25), ya sea, desde luego, los más recientes asesinatos de productores citrícolas en Veracruz y Michoacán.
Nos encanta hacer leyes. Y por lo expresado ayer en San Lázaro, la nueva contra la extorsión tiene cosas positivas que homologaría a nivel estatal procedimientos, mecanismos de alerta, tipificaciones y penas. Sólo resta una pregunta: quién va a traducir ese papel de próxima expedición en resultados que cambien nuestra realidad de “Estado fallido”, como bien fue definida por los jesuitas.
Este martes publiqué sobre el huachicol de cigarros, un mercado que podría ser tan grande que haría que uno de cada cinco cigarrillos consumidos en México escape a la supervisión de la Secretaría de Salud, al pago del IEPS, a las aduanas (qué raro, ¿verdad?) al ser introducido al país –en el caso de los que son de contrabando–, y a múltiples controles policiacos de los estados y la Federación al ser distribuido en distintos centros regionales. ¿Necesitamos una ley contra los cigarrillos ilegales? Obvio no. Lo que urge es que se cumplan las existentes.
Una lectora me escribió ayer al respecto de la columna del huachicol cigarrero. Con pesar, ella advertía cuánto hemos incorporado la cultura de los mercados ilícitos a nuestra vida cotidiana: me exponía cómo desde la pandemia en su comunidad se incrementó la venta de medicinas en lugares no autorizados, artículos de procedencia ilícita o desconocida. Y claro, nunca sabes si la medicina está adulterada, y por tanto qué riesgos corres, y el precio es caprichoso, a veces más barato, cierto; más caro cuando escasea en las farmacias establecidas. ¿Necesitamos una ley que prohíba vender en la calle medicinas a personas que se reirían si alguien pregunta por el registro sanitario de su negocio o por sus estudios de químico-farmacobiólogo? No. Necesitamos que no se puedan vender obscenamente en la vía pública productos de licencia sanitaria, ni a través del internet.
La constante es obvia, pero parece que a nadie le hace ruido. O al menos a nadie de la clase política. Las leyes son mejorables, sin duda. Mas serán pura saliva en un país donde en los ministerios públicos se desalienta la denuncia, y se mata con descaro a quien eleva la voz. En un país con flamantes leyes e irrisorias instituciones.
Gracias por la ley antiextorsión que, hasta probarse lo contrario, será inútil.