En los tiempos míticos del presidencialismo autoritario, de ese régimen del que abreva con entusiasmo y convicción Morena, la estética de la dictadura perfecta cuidaba dos elementos o recursos de legitimidad política: cierto escrúpulo por la legalidad formal y una especie de culto por la institucionalidad.
El presidente modificaba la Constitución a su antojo precisamente para sujetarse a ella. La autocracia era, en ese sentido, ‘constitucionalista’. El fraude se diseñaba desde las reglas del juego y se operaba en los márgenes de lo extralegal. También, para cada necesidad política, una institución. Los intereses del régimen de partido hegemónico se custodiaban a través de brazos o extensiones del partido dentro del Estado, eso sí, guardando cierta distancia con ademanes de imparcialidad y desde las formalidades y procedimientos legalmente establecidos. El rubor pasaba por colonizar a los poderes públicos, sobre todo los que exigían al menos prudencia cosmética como el Poder Judicial, con militantes presentables –académicos, juristas y tecnócratas– que cumplían su tarea sin necesidad de hacer desfiguros. La autocracia hasta en eso era pudorosa.
Morena pretende su propia versión del presidencialismo echeverrista sin la estética de legalidad y, peor aún, sin la efectividad quirúrgica de un partido de Estado. Manipulan sobre las rodillas las reglas para encontrar alguna posibilidad operativa al despropósito que impulsaron y, de paso, facilitar el agandalle ante las complicaciones no calculadas. Desconocen sus propias posiciones para sacudirse de las restricciones que redactaron para sus adversarios. Recurren a la intervención desaseada de un tribunal sometido para dar apariencia de legalidad a lo que no es otra cosa que una flagrante violación a la nueva Constitución de facción.
Un breve recuento.
No es cierto que los ciudadanos tendremos el derecho de elegir y el poder de castigar a todos los juzgadores que nos pueden cambiar la vida, para bien o para mal. Para resolver el entuerto de que es casi imposible –operativamente– votar por todos los jueces que nos pueden tocar por razón de competencia o turno, se les ocurrió la sublime idea de repartirlos por distritos judiciales en función de su especialidad. En la CDMX hay 16 jueces penales, pero cada ciudadano sólo podrá votar por el que el INE asigne al distrito que corresponde a su residencia. El procedimiento de extradición de un líder criminal buscado por Estados Unidos lo desahogará algún juez electo en el distrito o en el estado en el que se encuentre detenido. El único magistrado especializado en competencia económica y telecomunicaciones que se elegirá en 2025 hará campaña en Iztapalapa. Crearon, además, una inexplicable distorsión que destruye la universalidad del sufragio: el distrito judicial más pequeño tiene poco más de 500 mil electores; el más grande supera los 5 millones. En ambos espacios se eligen cargos que tienen la misma dimensión de poder y responsabilidad. Evidentemente, en el primero un voto tiene más peso específico que en el segundo.
Para reducir la posibilidad de que adversarios o perfiles no afines obtuvieran resoluciones favorables a sus intereses en el marasmo de ocurrencias que incluye la reforma judicial, establecieron una regla que obliga a la aplicación estrictamente literal de las normas del proceso. Esto es: prohibido apartarse una coma del texto expreso, ni siquiera para colmar las lagunas, resolver las contradicciones o superar los vicios de constitucionalidad. A la menor provocación, sin recato alguno, le arrancaron ese párrafo a su Constitución cuando los cinco dignos integrantes del Comité de Evaluación del Poder Judicial se negaron a sepultar para siempre la institución del juicio de amparo. O cuando necesitaron convertir un 7 de promedio académico en el 8 que exige la Constitución.
Y para eso recurrieron a la nueva comisión de justicia de Morena: la Sala Superior del Tribunal Electoral. Probablemente no exista un absurdo jurídico más escandaloso que la resolución que indebidamente recondujo al Senado el procedimiento de evaluación y postulación que corresponde en exclusiva al Poder Judicial federal. Enumero las más graves aberraciones: I) el Tribunal Electoral se apropió de la capacidad de resolver conflictos competenciales de naturaleza constitucional, como si la definitividad de sus resoluciones implica que la Corte no existe como último y máximo intérprete de la Constitución; II) trasladó un conjunto de facultades exclusivas del Poder Judicial, no al Senado, como se ha leído en la opinión pública, sino a un órgano interno (la Mesa Directiva) que no tiene ninguna competencia, expresa o implícita, en materia de organización judicial ni puede suplir al Pleno de los senadores, y III) legisló reglas que alteran el sistema de facultades y derechos del modelo en perjuicio de la equidad: la excepción del juicio de idoneidad para unos; el pase directo a la boleta ante la falta de aspirantes, o bien, la afirmativa ficta cuando el órgano postulante no se pronuncie sobre los listados emanados de la tómbola.
A diferencia de los autócratas de hoy, los echeverristas calculaban los desenlaces posibles y previsibles de la manipulación a la legalidad. Veinticuatro horas después de aplaudir el esperpento del Tribunal Electoral, ya no encuentran cómo descalificar a los que, en virtud de esa resolución, ya están en la boleta. Ahora piden explicaciones al Comité que neutralizaron o fichas de antecedentes al Ministerio Público para inhabilitar a la mala. Algo se les ocurrirá. Y muy probablemente será algo todavía más bochornoso. Por eso cada día es más urgente defender a la democracia constitucional de los malos aprendices del echeverrismo.