La reforma judicial es territorio cedido por capitulaciones. La plaza de sensatez que fue conquistada en tres episodios: desde un frente distraído, por una batalla abandonada y gracias a una grave –y todavía impune– deserción de desleales. Tres batallas perdidas a golpes de candidez. Un bien público capturado con muy pocos resguardando la trinchera.
El frente inadvertido fue aquella cruzada declarada el 5 de febrero de 2024 desde Querétaro. El plan C –la macroiniciativa presidencial para demoler todos los espacios de imparcialidad y de rigor técnico que diseñó el constitucionalismo gradualista de la transición, desde los órganos autónomos hasta los reguladores económicos– fue un toque de tambores que no se quiso escuchar y que no se supo resistir electoralmente. Ese lance parecía una ofensiva tan absurda que se caería a pedazos por imperativos de la realidad. En el peor escenario, el celo de los mercados, el ‘fetiche de la estabilidad’, el reojo de la burocracia norteamericana, la sensibilidad contextual del tipo de cambio, la elección en Estados Unidos, la revisión del T-MEC, los poderes mágicos de la banda presidencial o la influencia de los moderados empoderados, todo eso, junto o por separado, aplacaría tarde o temprano los impulsos de la venganza y del populismo judicial. No podía saberse. En las matemáticas coalicionistas eran impensables mayorías calificadas oficialistas. En esa suma de nuestros consuelos, no se acudió a renovar con argumentos y paciente pedagogía cívica, desde el combate pacífico de la política democrática, el consenso sobre la razón pública de la función judicial. El resultado de la elección se convirtió en plebiscito, en mandato. El silencio o la incapacidad política rindió el primer frente.
La batalla abandonada fue la controversia judicial por la sobrerrepresentación legislativa. Frente al fraude evidente a la Constitución, apenas se registró el litigio de escritos testimoniales sin personalidad política, el alegato insulso, la indignación meramente cortesana, con honradas excepciones que quedarán en alguna página perdida de congruencia personal. Me atrevo a afirmar que con 10 por ciento de la estamina invertida en los asuntos intrapartidarios, de esa habilidad para encontrar recovecos procesales y alianzas judiciales para todo propósito de vida interna de los partidos, otro veredicto quizá hubiere sido. Y esa batalla se perdió también en la magistratura electoral el día que le perdieron el asco al moche institucionalizado: a esa velada extorsión de jueces electorales con la ampliación de su mandato sin el capricho de la tómbola y, claro, con el privilegio de evadir con pase automático las urnas.
Los ciudadanos no le dieron al oficialismo mandato aritmético para cambiar la Constitución. Fueron necesarios tres tránsfugas para completar el quorum calificado de votación para cambiar la Constitución y para atropellar los derechos, el mérito y las expectativas de vida de miles de personas y familias que sirven a México desde la judicatura. Esa fue la deslealtad parlamentaria que explica la otra lucha perdida en la defensa de la República. Y ahora, con la certeza de la mayoría calificada que brotó de una complicidad partidaria y que se suscitó en un pacto de impunidad inquebrantable, esa mayoría falsaria pretende aislarnos de la alianza civilizatoria que conforman los sistemas hemisféricos de protección de los derechos humanos. Para que no existan condenas como el caso de Campo Algodonero o víctimas redimidas como Rosendo Cantú, Radilla Pacheco o Gerardo Tzompaxtle, modifíquese la Constitución al leal saber y entender de nuestro movimiento.
La batalla que hoy dan jueces y magistrados quizá sería menos desigual si alguna de las otras se hubiese librado con decisión, valor e integridad. Tomo claramente una posición: existen razones históricas, comparadas y técnicas para sostener que la Constitución, su estructura básica, el coto vedado de los principios fundamentales, la esfera de lo indecidible debe prevalecer sobre el capricho de una mayoría que es tan temporal, como falsa y fraudulenta. Creo firmemente que una reforma constitucional puede ser inconstitucional y, también, que puede ser contraria a los derechos humanos de fuente convencional que ya son parte de nuestro ordenamiento interno.
Pero también es cierto que la legalidad formal se nos puede imponer. Que todo esto puede terminar en nuevas reglas del juego que marcarán a generaciones enteras. Que tendremos que afrontar el dilema de los demócratas de otra hora entre participar y abstenernos, entre lo que hoy puede parecer la ‘estéril aventura quijotesca’ o la inacción que quiere ser condena pasiva en el tiempo, entre el riesgo de la legitimación o la certeza de que todo espacio cedido será poder cooptado. Morirnos de nada.
Me formé en una tradición política que tomó con responsabilidad y convicción la travesía participacionista, incluso contra la más consolidada y cerrada de las hegemonías políticas. Esa tradición que no se cansó de repetir, desde la conciencia del deber, que la pelea reiterada es una garantía de victoria y que la única realmente perdida es la pelea abandonada. Minar a la hegemonía en su juego, por más injusto que éste sea y por más largo que parezca el camino. Por eso quiero ser ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación por voto popular: para no abandonar, para pelear todas y cada una de las batallas que me quedan por la libertad y la razón.