Más luces preventivas no pueden encenderse en el tablero. El gobierno, Morena y sus aliados requieren soltar lastre, disciplinarse y replegarse, ahora que todavía pueden hacerlo como decisión propia, no como medida impuesta por la fuerza de los hechos o los hechos de fuerza.
Las señales provenientes del exterior y del interior son inequívocas. Es menester romper el vínculo entre política y delito, eje del reclamo airado del sátrapa del norte y del impedimento oficial para actuar sin atavismos. Alertas que, conjugadas con la adversa circunstancia económica y financiera, podrían componer un cóctel explosivo o implosivo. Un desastre. No da más el discurso del “no pasa nada” ni la práctica de realizar importantes operativos anticriminales sin detenidos políticos importantes.
Como siempre en la política, el timing será clave. Pero postergar la ruptura de aquella liga en atención a pactos en aras de la unidad y la gobernanza, así como la necesidad de replantear el límite y el horizonte del gobierno, a la postre, resultarán contraproducentes y elevarán los costos. Esa postergación, por lo demás, alimenta la sospecha de que la asociación de crimen y política va más allá de donde se piensa e implica a cuadros de talla grande.
Ya se ha dicho aquí, el tic-tac que resuena no corresponde a las manecillas del reloj sexenal, sino a la cuenta regresiva de una bomba de tiempo.
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Como en la pandemia, el gobierno y Morena están reproduciendo un esquema nocivo en extremo: comportarse como si nada grave ocurriera ni obligara a reconsiderar planes y estrategia. Ambas instancias actúan como si las condiciones y la circunstancia fueran las de antes, siendo que al menos en seis rubros son radicalmente distintas y reclaman acciones diferentes.
El problema de la criminalidad que se arrastra desde principios de siglo está haciendo crisis, con el agravante de mostrar su asociación con la política. Los términos con que se resolvió la sucesión presidencial entrampan a la mandataria e, incluso, la colocan ante una paradoja: algunos colaboradores impuestos por las reglas de la sucesión funcionan; otros designados con libertad, no; y los coordinadores parlamentarios operan a medias, mirando por sus intereses. El déficit presupuestal en que, al final, incurrió Andrés Manuel López Obrador y los pendientes dejados, en combinación con la incertidumbre generada dentro y fuera, amenazan no sólo con frenar la continuidad del proyecto, sino con echarlo atrás.
Aunado a lo anterior, la falta de cohesión en la unidad y de firmeza en la dirección de Morena ha trasladado a su interior la disputa por parcelas de poder, al tiempo de hacer sucumbir en la soberbia, la arbitrariedad y el mareo a más de un dirigente, gobernante o legislador. La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca más legitimado, empoderado y experimentado, así como mejor equipado y gran hostilidad hacia México, demanda, sí, frialdad y paciencia, pero también determinación e inteligencia para torearlo, cuando menos hasta las elecciones del año entrante allá. La reconcentración del poder en la Presidencia de la República no es tal; en realidad, sólo centralizó la responsabilidad y dispersó el poder en distintas instancias, actores y caciques que actúan cargando la factura al centro.
Al gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum le están estallando problemas larvados desde hace mucho y desde hace poco tiempo y, por lo mismo, requiere emprender acciones mucho más drásticas y terminantes.
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Hasta antes de la elección de Donald Trump, se entendía, aunque no por todos, el esmero y el cuidado de la relación de Claudia Sheinbaum con su padrino y antecesor Andrés Manuel López Obrador, incluso la condescendencia mostrada.
En aquellos meses resultaba comprensible que la hoy jefa del Ejecutivo descartara marcar distancia con el expresidente; cumpliera con el compromiso de integrar al gabinete o posicionar en el parlamento a quienes compitieron sin éxito por la candidatura presidencial; asumiera sin chistar el déficit presupuestal heredado y atendiera las obras inconclusas; e hiciera suyo, a su pesar o no, el paquete de reformas constitucionales lanzado de último momento por el exmandatario, a sabiendas de la incertidumbre que agregaba y agrega al momento. Resultaba comprensible entonces; hoy ya no. No está más en la voluntad, sino en la adversidad, la urgencia de llevar a cabo ajustes, soltar lastre y revisar la pertinencia de planear un repliegue táctico en la ejecución del proyecto original.
Es preciso hacer un alto y determinar si los integrantes del gabinete básico y ampliado están en la cartera indicada y en la condición adecuada para encarar la circunstancia y, si es el caso, incorporar a cuadros de Estado experimentados, militen o no en el movimiento. Es clave ir por los políticos propios, aliados o ajenos asociados al crimen, mandar el mensaje de tolerancia cero a quienes exponen la soberanía dentro y fuera, así como parar en seco a quienes del ejercicio del poder han hecho práctica del capricho, la arbitrariedad y el abuso, poniendo en duda derechos y libertades. Es fundamental jerarquizar y priorizar acciones y planes de gobierno, asumiendo que no siempre querer es poder y, a partir de esa reconsideración, determinar si conviene o no aquel repliegue a fin de preservar los aciertos. Es menester recalcular si se está en condición de enviar el proyecto de reforma electoral que, sin duda, no sólo reanimará la polarización, sino también puede fracturar a la alianza en el poder.
Condiciones y circunstancia cambiaron, son distintas y exigen redimensionar qué se puede y que no.
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Es hora de mostrar el sello propio, tomar decisiones y realizar ajustes, conjurar el peligro que cierne sobre el país.