La falta de consistencia y consecuencia en la política interior y exterior ya no sólo asombra, inquieta por las filosas aristas que presenta y el peligroso efecto que puede acarrear.
Insistir en que la intención del gobierno estadounidense de someter a México a su concepto de seguridad nacional en nada altera continuar y profundizar el proyecto lopezobradorista es preocupante. Advierte comprensión limitada de la circunstancia por la cual atraviesa el país, minusvaloración del estancamiento de la economía nacional y la fragilidad de las finanzas públicas, y tozudez para realizar ajustes fundamentales en la estrategia interna.
El vecino del norte ya estableció con brutal contundencia su decisión de intervenir unilateral y militarmente adonde quiera imponer su dictado, así como sostener, sacudir, deponer o poner gobiernos. Ansiosos por seguir la tonada y destacar en el coro, sus secuaces ya colocaron a México ante una disyuntiva: socio domesticado o adversario declarado. Solo les falta decir: escojan.
El margen de maniobra del gobierno mexicano hacia afuera es reducido y reclama enorme inteligencia, cuidado y destreza para encarar o, al menos, sobrellevar el amago. Entonces, más vale administrar mucho más y mejor la política interior: sumar en vez de restar, acordar en vez de imponer para darle mayor estabilidad al gobierno y, desde luego, apartarse del autoritarismo y el revanchismo que adquieren carácter de un síntoma, ya no de una tentación.
La desalineación de la política interior y exterior puede llevar a un problema superior al que toca a la puerta.
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De la guerra relámpago desatada por Israel contra Irán bajo cobijo y apoyo demoledor de Estados Unidos, Donald Trump salió empoderado y fortalecido.
En cuestión de días estableció que en un tris es capaz de pasar de la política del miedo a la del terror, de la amenaza a la acción unilateral directa, importándole un bledo el derecho internacional y el de su propio país. Incluso, dejó en claro que, así como puede respaldar a un gobierno sin importar la calidad humana y moral de su cabeza, igual lo puede tambalear. El aparente titubeo formó parte de la estrategia.
Vinculado o no con el bárbaro mensaje dado en Medio Oriente que, en el fondo, plantea un nuevo reparto geopolítico, por convicción o conveniencia o por ambas, más de un colaborador del mandatario se siente en libertad y necesidad de ir por su presa –sea migrante, narcotraficante, político, banquero o financiero–, le urge poner su granito de pólvora en la idea de recuperar la supuesta grandeza y, de paso, acumular puntos por la recompensa en juego.
No son pocas las señales enviadas a México de la manifiesta intención de someterlo al concepto de seguridad nacional impulsado por Trump y la parvada de halcones. Dichos y hechos, órdenes y acciones, discurso y práctica apuntan en esa dirección. No es una simple política de palo y zanahoria. Va más allá.
Ahí está la imposición de aranceles fincada en el flujo migratorio y el tráfico de fentanilo; la militarización de la frontera; la inmisericordia con los migrantes; la clasificación de terroristas de los cárteles criminales, la acusación del vínculo entre política y delito; la pertinaz insistencia del dominio del crimen en vastas regiones; el retiro de visas; la filtración de supuestos listados de políticos marcados; el gravamen a las remesas, y el endurecimiento de la política antilavado de dinero.
En ese cuadro se insertan las acciones y reacciones apenas vistas. El lance del Departamento del Tesoro de Estados Unidos contra dos bancos y una casa de bolsa por supuestamente lavar dinero del crimen, saludado por el embajador estadounidense, Ronald Johnson, y aplaudido por más de un republicano y demócrata. Y la catalogación de México como adversario –sinónimo de enemigo– de Estados Unidos, en el listado de la fiscal estadounidense, Pamela Bondi, que incluye a Irán, China y Rusia.
Las señales están a la vista.
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Ante eso y, quizá, como gesto de ecuanimidad, la presidenta Claudia Sheinbaum mantiene la cabeza fría y afirma “no pasa nada”, como si se tuviera dominio de la circunstancia interna y externa.
El punto es que, dentro del país, sí ocurren cosas. El oficialismo adopta actitudes y emprende o anuncia acciones que ahondan las diferencias y profundizan la incertidumbre, siendo que en el campo interior es donde hay margen de maniobra y se podría distender la situación para dar estabilidad y apoyo al gobierno. Pero, no. En la lógica gubernamental, cuanto sucede fuera no repercute dentro y, por lo mismo, ni por qué replantear el proyecto y la estrategia. Ejemplos sobran.
Ante el evidente desastre y desaseo de la elección judicial diseñado, concebido, implementado y desarrollado por el oficialismo, la reacción es lamentable: se anuncia la reforma del sistema electoral con un dejo de venganza. Si la reforma judicial provoca incertidumbre sobre el Estado de derecho, ahora, se va a generar sobre la democracia. Si la crítica le puede a los cuadros del oficialismo, más vale asediarla, así se ponga en duda el ejercicio de la libertad de expresión. Si la coyuntura reclama diplomáticos profesionales, ello no debe impedir entregar premios y recompensas a quienes prestaron buenos y malos servicios a la llamada cuarta transformación. Si muchas de las complicaciones de los planes y proyectos del oficialismo derivaron de legislar mal y con prisa, no hay por qué dejar de hacerlo de esa manera, para eso se tiene mayoría parlamentaria.
No siempre echando a perder se aprende.
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En un marco de estancamiento económico y fragilidad financiera y bajo una seria amenaza a la soberanía, avivar la polarización al interior y actuar como si nada puede concluir en un colapso mayúsculo.