Asociado con el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, en la aventura de aplacar a como dé lugar al régimen teocrático de Irán, el presidente estadounidense Donald Trump titubea. Duda en dar un paso al más allá, adentrarse a un territorio donde sabe cómo entrar, pero no salir: el de la desestabilización mundial.
Claro, el megalómano disfraza de firmeza su indecisión de involucrarse directa y militarmente en el conflicto. Con toda inseguridad, declara: “puede que lo haga, puede que no. Nadie sabe lo que voy a hacer.” Y, en efecto, nadie lo sabe, incluido él. Lo grotesco de la inquietante situación es evidente, la estabilidad mundial hoy depende de un genocida serial y un delincuente condenado y no hay –al menos, de momento– forma de detenerlos y llevarlos adonde deberían estar.
De la política del miedo, Trump pasó a la del terror y, aun cuando actúa como un impertérrito emperador con cachucha y sin corona, no atina qué hacer. Toca con júbilo y actitud de perdonavidas a las puertas del desastre. Delira por alcanzar un gran fracaso revestido de oropel, sin importarle el costo humano, la inestabilidad ni el tiempo que llevará, no a él, retomar una senda menos incierta.
Trump gobierna al día, urdiendo qué nuevo conflicto o disalte puede ocultar o superar al anterior y calculando qué mensaje con punch publicar.
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Aun cuando hay quienes sostienen que las claves para entender al megalómano se hallan en el libro escrito por Tony Schwartz y supuestamente por aquel –“The art of the deal”–, lo cierto es que lo suyo no es acordar, sino imponer.
El súbito abandono de la reunión del G-7 realizada en Canadá, pretextando prisa por regresar a Washington dada la situación en Medio Oriente, tuvo un ingrediente de aburrimiento por permanecer en un cónclave multilateral, cuando lo suyo es lo unilateral; cuando lo suyo es hablar, no dialogar. Firmó el acuerdo con Reino Unido, señaló el supuesto error de no integrar a Rusia a ese grupo y, de pronto, vino la urgencia pretextada y ante la cual, máximo en dos semanas, tomará una decisión. Qué raro apremio. Desde luego, la anulación de las reuniones bilaterales agendadas al día siguiente –entre ellas la concertada con la presidenta Claudia Sheinbaum– le tuvieron sin cuidado, aunque luego hiciera un llamado de cortesía explicando por qué se fue. Lo suyo no es la negociación multi ni bilateral, la diplomacia. Ni tiempo qué perder, donde su voz no es la única que resuena y él no es el centro de atención.
Asimismo, aun cuando hay quienes insisten en considerarlo un “bully” fastidioso, lo cierto es que los indicios lo señalan de más en más como un fascista sin plan ni luces, al cual encandila jugar golf, avasallar a quienes osan resistirlo y someter a su voluntad a gobiernos socios, aliados, adversarios o enemigos. Por eso, apenas entusiasma a unos cuantos mandatarios de otros países: al carcelero de América Central, al lunático austral, al genocida serial, y a uno que otro despistado. Quizá, por eso Vladimir Putin –dispuesto a negociar la guerra ajena, pero no la propia– le podría decir: ternurita.
Aunque cierto también es que, aun en su desvarío y sobre todo en Estados Unidos, Donald Trump ha logrado generar una narrativa reivindicatoria de la nostálgica grandeza americana, así como neutralizar o poner contra la pared a instituciones e instancias resistentes a sus políticas o desalineadas de ellas. Ha conseguido eso, así como despertar a grupos y movimientos a favor y en contra de su gobierno, cuyas manifestaciones de a poco cobran fuerza y, a saber, cómo terminarán por expresarse.
Lo peligroso es que en algunos cuerpos y agencias de seguridad internas ese discurso ha sacado del clóset el espíritu racista, clasista y xenófobo de algunos de sus mandos y elementos. Y en sus fanáticos ya desencadenó, como se vio en los asesinatos políticos del fin de semana, un ánimo de eliminación del contrario. Brutalidad y barbarie es el denominador común de ese espíritu y ánimo. Fuera de Estados Unidos los agravios cometidos provocarán un sentimiento de odio y venganza que, aun cuando tarde en expresarse, se manifestará. La simiente de atentados ya la sembró.
Sí, el mandatario estadounidense se ha anotado algunas victorias pírricas, pero de consecuencias impredecibles. En cuestión de meses, confundió medio con fin, acción con actuación, adjetivos con sustantivos sin reparar en lo que desató.
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Tal es la situación engendrada por el megalómano que, en algunos analistas, el debate es si apoyará militarmente a Israel con el armamento requerido para acabar de una vez por todas con el supuesto desarrollo de armas nucleares en Irán.
La interrogante es si pondrá al servicio de esa locura los aviones estratégicos para cargar las bombas MOP de penetración para destruir las instalaciones nucleares iraníes bajo tierra. Y, a partir de ello, cuántos aviones y bombas serán necesarios y, desde luego, si el poder destructor de aquellas alcanzará el objetivo enterrado.
Nada de hablar de los grandes problemas globales. Qué flojera entrarle al cambio climático, la pobreza, las pandemias, los conflictos, la migración, la desigualdad, la contaminación, la escasez de agua, la inseguridad alimentaria, la falta de acceso a la atención médica y la pérdida de biodiversidad. Esos asuntos son dignos de un bostezo, porque lo de hoy es llevar la cuenta de ataques, escudos y misiles, de la capacidad de destrucción y, de vez en vez, contar los muertos sin darles demasiado importancia.
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En esa lógica, igual sucede con los problemas locales o bilaterales relacionados con Estados Unidos. Están en suspenso porque, después de todo, en el reino de la incertidumbre y la inestabilidad cualquier cosa puede suceder. Qué días.