Hay momentos en la historia en los que la humanidad se encuentra frente a una bifurcación decisiva, una auténtica encrucijada. Hoy, en Belém do Pará, en el corazón de la Amazonia, las negociaciones de la COP30 podrían definir si damos el paso que durante décadas hemos debatido, aplazado y suavizado, que consiste en trazar, por fin, una hoja de ruta global para dejar atrás el carbón, el petróleo y el gas. No una declaración tímida, no un juego de palabras diplomático, sino un compromiso explícito y verificable que marque el principio del fin de los combustibles fósiles.
Más de 80 países, una clara mayoría moral y cada vez más una mayoría política, han pedido incluir en la declaración final un instrumento que marque el camino hacia la no proliferación de combustibles fósiles. No se trata de prohibirlos mañana ni de castigar a quienes dependen de ellos hoy; se trata simplemente de reconocer que el mundo necesita un rumbo claro. Pero, como siempre, hay quienes prefieren mantener la bruma antes que aceptar un horizonte definido.
Esta semana circularon versiones preocupantes, que indican que los funcionarios brasileños estarían preparando un borrador que omite por completo esta hoja de ruta. Ignorarla sería algo más que una omisión técnica; sería renunciar a la oportunidad histórica de transformar una demanda global en un acuerdo concreto. Sería una señal de miedo, de comodidad, incluso de cobardía política ante el interés de unos cuantos. Y también sería un golpe para América Latina, para los países más vulnerables al cambio climático, y para una generación joven que ya no está dispuesta a tolerar ambigüedades.
Contar con un plan global importa, y mucho. Primero, porque reduce la incertidumbre. Gobiernos, empresas y comunidades necesitan una dirección común para invertir, innovar y transitar sin miedo hacia economías limpias. Segundo, porque genera confianza. Nadie avanza si sospecha que será el único que se esfuerce. Una hoja de ruta es una señal de que todos reman hacia la misma orilla. Y tercero, porque ofrece un marco de equidad. La transición no será igual para todos, pero sí puede ser justa si se establecen tiempos, apoyos y responsabilidades diferenciadas.
México y América Latina tienen mucho que ganar si el mundo acuerda esta ruta común. La región posee algunos de los mayores potenciales solares, eólicos e hidroeléctricos del planeta, así como una biodiversidad capaz de sostener soluciones basadas en la naturaleza y nuevas industrias verdes. Pero el riesgo es claro, sin una guía global, nuestra región puede quedar atorada entre viejos intereses fósiles y oportunidades futuras que otros sí aprovecharán. Para México, en particular, significaría continuar navegando entre señales contradictorias en un momento en el que cada año cuenta.
Al momento de escribir estas líneas no sabemos si en Belém prevalecerá la valentía o el titubeo. Pero lo que sí sabemos es que un futuro próspero, seguro y climáticamente estable solo será posible si dejamos de temerle a la palabra transición. Porque si algo demuestra la historia es que el verdadero costo, económico, social y humano, siempre lo pagan quienes se quedan atrapados en el pasado.
Por eso, ojalá que en estas horas finales de la COP30 nadie le saque. El mundo merece un mapa claro. Y merece líderes que no teman dibujarlo.