Hablar de la transición energética es hablar de dinero. No hay política climática efectiva sin financiamiento, ni innovación tecnológica sin capital dispuesto a asumir riesgo. En 2024, la inversión global en activos de baja huella de carbono superó los 2 billones de dólares, una cifra que confirma que el interés por lo verde crece. Sin embargo, representa apenas una parte modesta, alrededor de un tercio, de lo que se requiere cada año durante esta década para mantener al planeta en la trayectoria hacia la neutralidad de carbono en 2050. En otras palabras, el dinero existe, pero no alcanza, y sobre todo, no está fluyendo donde más se necesita.
El regreso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos generó incertidumbre sobre la continuidad del impulso climático, pero los flujos privados han mantenido su dirección. Desde 2022, las instituciones financieras globales reportan mayores ingresos por operaciones relacionadas con la transición energética que por negocios ligados a los combustibles fósiles. Esto demuestra que el cambio de paradigma económico está en marcha. Sin embargo, la arquitectura financiera sigue rezagada. Los mercados aún no ofrecen la escala, la transparencia ni la certidumbre que requieren las inversiones transformadoras.
Cerrar esa brecha implica repensar cómo se diseñan las transacciones y quién asume el riesgo. Se necesitan cuatro movimientos concretos. Primero, marcos regulatorios estables y metas públicas vinculantes, que reduzcan la incertidumbre y mejoren la percepción de riesgo país. Segundo, esquemas de blended finance que combinen recursos públicos y privados mediante garantías, cofinanciamiento y fondos de primera pérdida. Tercero, instrumentos financieros innovadores, tales como bonos verdes, préstamos vinculados a resultados, contratos por diferencia o fideicomisos climáticos, que traduzcan los objetivos ambientales en oportunidades rentables. Y cuarto, estándares de medición y reporte robustos que permitan verificar el impacto real y evitar el greenwashing.
Pero no todo se trata de instrumentos. También hace falta capacidad técnica para estructurar proyectos bancables, algo escaso en muchos países de América Latina. Sin asistencia técnica, sin información confiable ni mecanismos de agregación de proyectos, los inversionistas institucionales difícilmente encontrarán opciones adecuadas para colocar capital a gran escala. En este punto, los bancos multilaterales y las agencias de desarrollo pueden desempeñar un papel catalizador, ayudando a preparar proyectos, reducir riesgos iniciales y demostrar que los retornos verdes son posibles y sostenibles.
México y la región enfrentan un doble desafío. Poseen recursos renovables abundantes y costos competitivos, pero también marcos regulatorios fragmentados y trámites complejos que desalientan la inversión. Es indispensable mejorar la gobernanza, acortar los plazos de autorización y fortalecer las reglas del juego para atraer financiamiento global. Consorcios público-privados, fondos de infraestructura y plataformas regionales de proyectos pueden acelerar el flujo de capital y generar confianza.
La transición energética no fracasará por falta de tecnología, sino por falta de financiamiento bien diseñado. El reto no es solo movilizar más dinero, sino movilizarlo mejor. Alinear las transacciones con las transiciones es la condición indispensable para que el dinero verde deje de ser una promesa y se convierta en energía limpia, empleos dignos y desarrollo sostenible.