Los apagones se han vuelto, tristemente, una escena cada vez más frecuente en nuestra vida cotidiana. No importa si es en medio de una ola de calor sofocante, durante una tormenta eléctrica o, simplemente, en un día cualquiera. La luz se va, y con ella, se apagan ventiladores, refrigeradores, sistemas de comunicación, y para muchos, también la tranquilidad y la seguridad.
Las causas de estas interrupciones en el suministro eléctrico no son un misterio. El calor extremo y los fenómenos meteorológicos cada vez más violentos imponen cargas adicionales sobre las redes de distribución y los equipos. Pero esos factores, por sí solos, no tendrían por qué traducirse en apagones si contáramos con la infraestructura adecuada y la capacidad suficiente. El problema de fondo es otro: durante años, hemos postergado las inversiones necesarias para modernizar, ampliar y robustecer el sistema eléctrico. Y ahora, estamos pagando las consecuencias.
La infraestructura energética nacional, en muchas regiones, opera al límite de sus capacidades. Cuando la demanda se dispara, como sucede en los días de calor extremo, las líneas y transformadores no dan abasto. La falta de planeación y de inversión oportuna se traduce en un sistema frágil, expuesto y con escaso margen de maniobra.
Esto, hay que decirlo con toda claridad, no se resolverá de la noche a la mañana. Cerrar la brecha entre lo que tenemos y lo que debimos haber hecho requiere no solo enormes flujos de recursos económicos, sino también de innovación tecnológica y visión a largo plazo.
Mientras tanto, ¿qué podemos hacer como ciudadanos y consumidores? Aunque no está en nuestras manos resolver los grandes déficits de infraestructura, sí podemos, y debemos, adoptar medidas que contribuyan, al menos, a mitigar el problema y protegernos de sus efectos.
La clave está en la flexibilidad y la cooperación, alimentadas ambas por una comunicación efectiva. Los apagones afectan a todos, pero su impacto no es igual para todos. Las familias de bajos ingresos, por ejemplo, destinan proporcionalmente mucho más de su presupuesto a los gastos energéticos. Para ellas, un apagón no solo representa incomodidad, sino también una amenaza a su bienestar y seguridad.
Por eso es fundamental promover un consumo más inteligente y eficiente. Ajustar el termostato de los aires acondicionados a temperaturas razonables, adquirir electrodomésticos con mayor eficiencia energética, o simplemente evitar el uso de aparatos de alto consumo en las horas pico, son pequeñas acciones que, sumadas, pueden hacer una gran diferencia.
Pero la responsabilidad no recae solo en los usuarios. Las compañías proveedoras de energía y los grandes consumidores comerciales e industriales deben asumir un rol activo. Una de las soluciones más efectivas es la inversión en sistemas de almacenamiento de energía mediante baterías, tanto a mediana como a gran escala. Estos sistemas, combinados con plataformas de gestión inteligente de la demanda, no solo reducen la vulnerabilidad ante los apagones, sino que brindan mayor calidad, seguridad y confiabilidad al suministro eléctrico.
La transición hacia un sistema energético más resiliente y sostenible no es opcional, es urgente. Los apagones son la señal más clara de lo que sucede cuando se ignora esa urgencia. La buena noticia es que, con planeación, cooperación y voluntad, aún estamos a tiempo de evitar que la oscuridad se vuelva la norma.