El calor siempre ha sido una incomodidad estacional. Nos impide disfrutar actividades al aire libre, provoca sudoración excesiva, agota, irrita, y a veces también afecta nuestro estado emocional. Durante años, lo hemos tolerado como un mal menor. Pero hoy, en medio de una crisis climática que avanza sin tregua, conviene detenernos a mirar más allá de la incomodidad: el calor no solo es molesto y riesgoso, es también profundamente costoso. Y no estamos hablando solo de dinero.
Las olas de calor extremo son cada vez más frecuentes, intensas y prolongadas. 2024 fue el año más caluroso jamás registrado en la historia moderna, y sin embargo, apenas comenzamos a entender las consecuencias reales de este fenómeno. Algunas de ellas son visibles: golpes de calor, incendios forestales, sequías. Pero otras permanecen ocultas o disfrazadas, sin que las asociemos de inmediato con el calor, como si aún no estuviéramos listos para ver el daño completo.
Las emisiones de gases de efecto invernadero derivadas del uso irracional de combustibles fósiles están detrás de este calentamiento progresivo, y sus efectos ya no son hipotéticos. Según estudios recientes, hasta medio millón de personas mueren cada año como consecuencia directa del calor extremo, superando la suma de las víctimas anuales por huracanes, terremotos e inundaciones.
Pero el costo humano no es el único. El calor tiene consecuencias en cascada. En los últimos nueve años, los incendios forestales, alimentados por temperaturas más altas y vegetación reseca, han dejado pérdidas estimadas en más de 78.5 billones de dólares, sin contar los 45 billones que se atribuyen solamente a los incendios en Los Ángeles durante este año. Esto sin incluir los impactos a largo plazo en la biodiversidad, la calidad del aire y la salud pública.
Menos evidente, pero igual de preocupante, es el daño estructural que el calor provoca en el suelo. La resequedad extrema causa hundimientos y grietas que afectan viviendas, edificios e infraestructura pública. Estos daños suelen aparecer sin previo aviso y los costos para repararlos todavía no se cuantifican a cabalidad.
La industria agropecuaria está particularmente expuesta. El estrés térmico reduce la producción de leche en el ganado y disminuye el rendimiento por hectárea de los granos básicos. La seguridad alimentaria, tanto local como global, empieza a resentirse. Y no olvidemos cómo el calor afecta a las industrias tecnológicas, en 2022, olas de calor en Europa provocaron fallas en los centros de datos de Google y Oracle, dejando inoperantes servicios esenciales para millones de personas.
En el sector de la construcción, los trabajadores expuestos al sol enfrentan riesgos crecientes. Las empresas deben adaptarse, ofreciendo descansos más frecuentes, hidratación constante y condiciones laborales más seguras. Todo esto se traduce en costos adicionales, sin contar posibles litigios o indemnizaciones por enfermedades o muertes vinculadas al calor.
Nos enfrentamos a una nueva normalidad climática. Y no estamos lo suficientemente preparados. El calor es mucho más que una incomodidad estacional, es un multiplicador de crisis. Si no lo tomamos en serio, no solo comprometerá nuestra salud y bienestar, sino también la viabilidad económica de sectores clave, la integridad de nuestras ciudades y la seguridad de nuestras cadenas de suministro.
Es momento de arrojar luz sobre los impactos reales del calor extremo y de actuar con decisión. Porque lo que está en juego no es solo el confort, es la estabilidad misma de nuestras sociedades.