Vivimos tiempos de consensos importantes. Salvo por unos cuantos rezagados, la humanidad entera coincide en que necesitamos abandonar cuanto antes los combustibles fósiles, electrificar todo lo que se pueda y apostar con decisión por las fuentes limpias y renovables. Las razones están bien fundamentadas: el cambio climático ya no es una amenaza futura, sino una realidad presente. Y la única forma de evitar que se desborde de forma catastrófica es reducir de manera drástica nuestras emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) hacia el final de esta década y continuar esa tendencia hasta alcanzar la neutralidad en 2050.
La urgencia es clara. Pero una pregunta inquietante comienza a asomarse entre los más atentos: ¿podemos hacerlo? Y no me refiero solamente a si tenemos la capacidad técnica o financiera de acelerar la transición energética, sino a si podemos hacerlo bien, con calidad, con seguridad, con visión de largo plazo.
Este dilema se vuelve especialmente visible en el ámbito de la generación distribuida, donde la energía solar fotovoltaica se está desplegando de forma masiva, instalando paneles en los mismos sitios donde ocurre la demanda, en viviendas, comercios, pequeñas industrias, edificios públicos. Es, en teoría, una gran noticia. Democratiza la energía, reduce pérdidas en la red, empodera a los usuarios. Pero también plantea riesgos nuevos que no siempre estamos preparados para enfrentar.
Uno de esos riesgos, quizás el más serio, es el déficit de capacidades técnicas. No solo en términos de cantidad de personas disponibles para instalar y mantener sistemas solares, sino también en la calidad del trabajo que se realiza. Nos enfrentamos a una escasez alarmante de profesionales capacitados, de técnicos bien entrenados, de instaladores que comprendan no solo cómo montar paneles, sino cómo hacerlo de manera segura, eficiente y con visión de durabilidad.
La calidad siempre ha sido importante. Pero en el sector energético, y especialmente en el de las renovables, la calidad es un asunto crítico. Un sistema fotovoltaico mal instalado no solo genera menos energía, sino que puede representar un riesgo eléctrico, puede deteriorarse prematuramente, puede dañar equipos conectados o provocar incendios. La falta de calidad puede terminar por desacreditar una tecnología que, bien implementada, es una de las mejores herramientas que tenemos para enfrentar la crisis climática.
El entusiasmo por avanzar rápido es comprensible. Pero debemos resistir la tentación de confundir velocidad con eficacia. La transición energética no será exitosa solo porque instalemos muchos paneles solares o turbinas eólicas. Será exitosa si logramos construir una infraestructura energética nueva que sea segura, confiable y sostenible a lo largo del tiempo.
Esto implica invertir en formación técnica, en estándares claros, en certificación de competencias, en fiscalización rigurosa. Significa profesionalizar un sector que crece demasiado rápido para su propia base de conocimiento. No basta con tener los equipos. Necesitamos tener también a las personas adecuadas, con las habilidades necesarias, con la ética profesional para entender que no se trata de cumplir cuotas de instalación, sino de construir un futuro energético verdaderamente resiliente.
La transición energética no puede ser simplemente un cambio de tecnología. Tiene que ser también un cambio de cultura. Y en esa nueva cultura, la calidad no es un lujo, es el cimiento.