Ali Breland, en un revelador artículo en la revista mensual The Atlantic, explica que el pegamento que une a los dos grandes contingentes ideológicos del trumpismo es su fervor antiprogresista; su odio a los llamados progres, es decir, lo que se conoce en inglés como woke.
Los dos polos del trumpismo, el ala conservadora-nacionalista y aislacionista, liderada por Steve Bannon, director de Breitbart News, y el ala de los empresarios tecnológicos pro-migración calificada, encabezada por Elon Musk, están unidos por una “guerra cultural”. Detestan lo que ven como una serie de excesos liberales que, según ellos, han minado la libertad de expresión, la masculinidad y el sentido común en Estados Unidos. Unos ejemplos de lo que odian son: los atletas trans, la acción afirmativa que facilitaba a las minorías raciales el acceso al empleo y posiciones relevantes, el nuevo feminismo, o bien, la tendencia de algunos izquierdistas por atacar aquello que consideran políticamente incorrecto u ofensivo.
Woke, que traduzco como progre en español, es un término muy de moda en Estados Unidos. El diccionario lo define como la persona consciente de la discriminación racial y otras formas de opresión.
En los años 70, el término se empezó a usar para insistir en estar alerta o despierto (la traducción literal de woke) en temas de justicia racial. Desde la década de 2010, cambió su acepción para definir a los movimientos progresistas, de izquierda o para quienes enfatizaban las políticas identitarias relacionadas con negros, mujeres y la comunidad LGBT.
Con el advenimiento del trumpismo, especialmente en su segunda administración, el término está siendo reutilizado con un carácter peyorativo: los excesos de los progres.
¿De dónde proviene el odio de los seguidores de Trump hacia los progres o wokes?
Primero, por el hecho mismo de que lo woke representa el reverso de la moneda de los conservadores. Apoyan la igualdad de la mujer y el aborto, al migrante y las minorías sexuales y étnicas.
Segundo, durante la presidencia de Barack Obama (2008-2016) y aún más la de Joe Biden (2020-2024) se establecieron en prácticamente todas las dependencias de gobierno programas DEI, iniciales de diversidad, equidad e inclusión.
No hay duda de que se cometieron exageraciones. Desde la utilización de recursos públicos para ayudar a menores a cambiar de sexo hasta el linchamiento de hombres inocentes, cuando la ola MeToo tomó fuerza y sobraba una denuncia anónima, sin pruebas y carente de debido proceso, para acabar con la carrera de un artista o un político.
Durante la última década, Estados Unidos ha presenciado una sórdida guerra cultural entre conservadores y progres. Ambos movimientos han quemado los puentes de la comunicación y los extremos han galvanizado a sus seguidores. Para muchos republicanos, todos los demócratas son como Alexandria Ocasio-Cortez (representante demócrata de Nueva York), de franca izquierda combativa. Mientras que para muchos demócratas, todos los republicanos son como Marjorie Taylor Greene (representante republicana de Georgia), extremadamente conservadora y con un gran talento para escandalizar.
Ahora que los conservadores tienen el poder, están intentando todo para empujar el péndulo del otro lado, y la arremetida de la actual administración hacia los progres ha sido implacable.
Entre las primeras órdenes ejecutivas que Trump firmó al regresar a la Oficina Oval estuvo la que regresa al género binario: hombre o mujer. Con base en esto, la purga de Elon Musk, encargado del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, por sus siglas en inglés) ha mostrado un espíritu inquisidor. La hija mayor de Musk cambió de género y su padre la acusa abiertamente de que, en su escuela en California, le lavaron el cerebro y la infectaron con el “virus woke”.
DOGE ha cerrado todas las oficinas gubernamentales DEI. Clausuró en un abrir y cerrar de ojos la agencia de ayuda internacional del gobierno estadounidense (USAID), creación del presidente John F. Kennedy para esparcir los valores de la democracia y libertad en el mundo. Efectivamente, algunos programas de USAID eran dedicados a mejorar los derechos de las minorías sexuales y esta fue una de las grandes excusas para acabar con todo el andamiaje de poder suave de Washington en su proyección global.
Este celo antiprogre es altamente relevante para el trumpismo; es una especie de pegamento que une todas sus vertientes. En su primera visita a Europa, en la Conferencia de Seguridad de Múnich, ante decenas de líderes europeos, el vicepresidente JD Vance señaló que no hay nada más urgente en el mundo que frenar la migración y la censura a la libre expresión que se está viviendo, refiriéndose a lo woke.
En su artículo “So much for the MAGA Divorce”, Breland señala que, durante la Guerra Fría (1946-1989), en que Estados Unidos se enfrentó sórdidamente con la URSS, el anticomunismo fue el gran pegamento que unía a los distintos bandos conservadores. Desde los socialmente conservadores, como los grupos religiosos, hasta los libertarios anti-Estado, cerraron filas ante el fantasma del comunismo totalitario.
La cruzada antiwoke, señala Breland, está jugando el mismo rol. Es la amalgama entre los distintos bandos de conservadores, una especie de estandarte en la lucha sin cuartel contra los progres, quienes, según los trumpistas, han traicionado al sentido común, a los hombres y mujeres comunes y corrientes, y a la clase trabajadora de Estados Unidos. Es decir, han traicionado la esencia del país.
La gran ironía es que, por ahora, muchos conservadores estadounidenses están cayendo en las mismas tendencias woke que juraron combatir.
¿Acaso no es un exceso detener y deportar a estudiantes universitarios por haber protestado la guerra en Gaza?