La historia de la tauromaquia cuenta con toreros que han marcado épocas y han definido la forma de llevar a cabo los festejos, la manera de torear, la embestida de los toros y, desde luego, el sentir del público.
La época de oro fue comandada por Joselito El Gallo, Juan Belmonte y Rodolfo Gaona, por ejemplo. Luego vinieron Chicuelo, Manolete, Pepe Luis Vázquez, Pepín Martín Vázquez, Silverio, Armilla, Garza, Arruza, Bienvenida, Dominguín, Puerta, Litri, Palomo, Ordóñez, Camino, el Cordobés, Martínez, Manzanares, Capea, Cavazos, Rivera, Espartaco, Jesulín, el Juli, Roca Rey…
Este no es un listado exclusivo; al contrario, hay muchos más, grandes toreros inconmensurables, dinastías como la de los Silveti con un sentir y cinco expresiones distintas. Los del arte como: Cagancho, Romero y Paula. En fin, la riqueza de esta cultura es tan grande como inmensa su expresión. Toreros con algo distinto como Payo, Juan Ortega o Pablo Aguado. Solera de cinco quilates como la de Diego Urdiales, Uceda Leal o Fermín Rivera. Los del temple exquisito: la dinastía Sánchez, Ginés Marín. Familias de valor y torería, mérito y pasión como: los tres Adame. En fin, cualquiera que vista de luces tiene un sitio en la lista que en mi corazón y en mi alma se va escribiendo tarde a tarde. A todos mis respetos.
A lo que quiero llegar con esta introducción es a poner en perspectiva la riqueza visual y de contenido en cinco siglos de toros. Arte, sangre y bravura. Ahora bien, imagine usted poder concentrar todo el valor, la entrega, la verdad, la historia y la estética del toreo en un solo hombre.
Hoy, ante una sociedad podrida, intolerante y absurda como es la élite prohibicionista, surge un hombre que reivindica al toreo y al toro bravo. Avasalla argumentos de debate, tertulia y necedad. Con el toreo está confirmando que la tauromaquia es la máxima expresión de la vida por el simple hecho de contar con la muerte como protagonista.
Me refiero con todo el honor y emoción que su nombre me evoca al maestro Morante de la Puebla. Ha nacido no solo para ser torero, sino para ser “el toreo”.
Lejos ya de la guerra de despachos, poder e intercambio de puestos y toreros, siempre ha buscado la independencia; Morante de la Puebla marca hoy el rumbo y la narrativa de la tauromaquia. En tiempos de Roca Rey como máxima figura del toreo, por ser quien más gente lleva a los tendidos y quien más cobra por esa razón, hoy el rumbo lo marca Morante. Esto no excluye al resto de toreros en activo; al contrario, les da el privilegio de desarrollarse en la que en un futuro próximo nos referiremos como “la época de oro de Morante de la Puebla”.
Su manera de estar en el ruedo, de andar, de tomar el capote, de hablarle al toro, de sentirlo, estudiarlo y comprenderlo con solamente un par de capotazos, su postura, el asentamiento de las zapatillas, su minimalista colocación, su apuesta por la verdad sin disfraz, con el pecho al toro, la barbilla encajada y la suavidad como compás.
Morante de la Puebla se ha convertido en el cronista del toreo, no desde un rancio escritorio y un teclado, sino desde el dorado albero con su capote, su muleta y su genialidad.
Absurdo es desbordarse en elogios y adjetivos que no alcanzarán la altura de su toreo. Morante hace evidente la complejidad y, a su vez, la sencillez del toreo. Posee el Maestro el don de la torería natural. La virilidad de ver a la muerte a los ojos sin torcer el rostro o gesticular con el cuerpo en extrañas contorsiones. Es la imagen de un capitán general en batalla, el Alejandro Magno del toreo.
Morante al torear hace brotar la sonrisa del público; a veces, él también sonríe. Cuando no, imagino el calvario que vive el artista que sufre con su mente y sus demonios y, sin embargo, sigue en perpetua entrega al toreo. Dios lo bendiga, Maestro, que los toros lo respeten para que sigamos gozando de su tauromaquia y de la historia del toreo narrada en vivo.