¿Sabías que México es uno de los países que más refresco consume en el mundo? Según la Secretaría de Salud, en nuestro país se beben más de 160 litros por persona al año. En promedio, tomamos más azúcar líquida que agua. Pero detrás de ese dato hay algo más profundo: una cultura de consumo que ha dañado la salud de millones de personas y que hoy se está comenzando a transformar.
Hace unas semanas, la presidenta Claudia Sheinbaum presentó una propuesta para actualizar el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios (IEPS) a bebidas azucaradas y endulzadas. Como era de esperarse, el anuncio generó debate. Pero más allá de los encabezados, hay una intención clara: cuidar la salud del pueblo mexicano, fomentar una cultura del bienestar y proteger a las nuevas generaciones de un modelo que nos ha hecho daño.
La iniciativa, ya aprobada por la Cámara de Diputados y en camino al Senado, establece que a partir de 2026 las bebidas azucaradas pagarían 3.08 pesos por litro y las endulzadas sin azúcar, 1.50 pesos por litro.
Y aquí nos cuestionamos: ¿Un impuesto puede cambiar hábitos?
La experiencia mexicana dice que sí. En 2014, cuando se aplicó por primera vez un impuesto similar, las compras de refrescos bajaron un 6.3% en el primer año, con una disminución mayor en los hogares de menores ingresos. Estudios posteriores como el de J. C. Salgado Hernández, S. W. Ng & M. A. Colchero, de 2023, encontraron que el efecto se mantuvo. Es decir: menos refrescos en las mesas, menos azúcar en el cuerpo, más salud en el largo plazo.
Esto demostró que la política fiscal puede ser también una política de salud pública. Que la gente responde cuando hay información clara, medidas bien diseñadas y entornos más justos. Y que reducir el consumo excesivo de azúcar es también reducir el gasto en enfermedades evitables y años de vida perdidos.
El nuevo IEPS perfecciona ese modelo y se alinea con experiencias internacionales como Reino Unido, Colombia, Sudáfrica o Chile, donde se cobra más a las bebidas con mayor contenido de azúcar. En todos los casos, las empresas reformulan productos y las personas ajustan sus hábitos.
México ocupa hoy el séptimo lugar mundial en número de personas adultas con diabetes. Alrededor del 17% de las personas entre 20 y 79 años vive con esta enfermedad, muy por encima del promedio global. Detrás de esas cifras hay un sistema alimentario que durante décadas fue moldeado por intereses comerciales: Durante todo el periodo neoliberal se nos vendió la idea de que la salud era una decisión individual. Pero la realidad es que nuestras decisiones dependen de las condiciones del entorno: si el agua es segura y accesible, si la información es clara, si no nos bombardean desde la infancia con publicidad de azúcar disfrazada de diversión.
Hoy se empieza a corregir. El nuevo impuesto representa una nueva forma de relación entre el gobierno y la industria. La propuesta surgió del diálogo con el sector refresquero e incluye compromisos relevantes: reducir 30% el contenido de azúcar, limitar la publicidad dirigida a niñas, niños y adolescentes, y acotar el tamaño de las presentaciones más grandes, aclarando que estas son para compartir y no para consumo individual. Esto no es una imposición: es una corresponsabilidad. Y eso, en términos políticos, es una transformación.
Pero realmente, ¿A quién afecta este impuesto?
Algunas voces afirman que la medida afectará el bolsillo de las familias trabajadoras. Pero hay que decirlo con claridad: esas mismas familias ya están cargando con un costo silencioso, pero alto. Según la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto de los Hogares (ENIGH), entre 30 y 40% de los hogares con menores ingresos tienen al menos un integrante con diabetes o prediabetes. Son estas personas quienes enfrentan tratamientos costosos, ausencias laborales por enfermedad y una calidad de vida mermada por condiciones prevenibles.
Otros argumentan: “cada quien decide lo que consume”. Por supuesto. Pero para que esa decisión sea libre, debe ser informada y justa. No tiene sentido que en muchas comunidades una botella de refresco cueste menos que una de agua potable. Todos los refrescos parten del agua; no hay razón económica ni de salud que justifique esa distorsión.
La eficacia de esta medida dependerá también de lo que la rodee: garantizar agua potable en escuelas, centros de salud y espacios públicos; establecer vigilancia a la publicidad; asegurar que lo recaudado se use en prevención; y seguir informando sin regañar, sin culpabilizar, sin elitismos.
Lo que estamos viendo no es un caso aislado. Primero fue el etiquetado frontal que advierte sobre el exceso de azúcares y calorías. Después, la implementación de lineamientos que promueven entornos escolares más saludables y limitan la disponibilidad de productos ultraprocesados en estos espacios.
Ahora, la actualización del IEPS. Todas estas acciones responden a un mismo principio: que la salud no debe tratarse como un negocio, sino garantizarse como un derecho.
Así como ha dicho la presidenta, gobernar es cuidar. Y cuidar la salud del pueblo, sin importar dónde vive ni cuánto gana, es una de las formas más profundas de justicia social.