Miami.- Una rabiosa fiebre autodestructiva recorre el mundo: tirar estatuas.
De pronto algunos pueblos se niegan a aceptar su pasado como un todo integral, contradictorio y complejo.
Lo mismo hacemos los seres humanos, pero al menos tenemos la alternativa del psicoanálisis para aceptarnos y convivir con nuestras zonas obscuras.
Por unanimidad de votos de sus concejales, la estatua de Thomas Jefferson será retirada de la sala principal del Ayuntamiento de Nueva York, debido a que el personaje “representa algunas de las partes más vergonzosas de la larga y matizada historia de nuestro país”.
Jefferson, en efecto, tuvo 600 esclavos.
Por esa razón se quita la imponente estatua del padre fundador de Estados Unidos, que preside el salón de sesiones del Ayuntamiento neoyorkino desde hace más de un siglo, el tercer presidente de este país y ex gobernador de Virginia.
También fue removida una estatua suya en Georgia, destruida otra en Oregon, y en Charlottesville, su tierra, desde 2019 no es festivo el aniversario de su natalicio.
Con esa lógica y a este paso, el nombre de la capital de Estados Unidos podría cambiar de nombre debido al pasado esclavista del general que ganó, en el campo de batalla, la independencia de las 13 colonias de la corona británica.
Sí, George Washington tuvo poco más de 300 esclavos que trabajaban en sus haciendas.
Así era el mundo en ese entonces, y personajes como Jefferson y Washington (especialmente el primero), prestaron grandes servicios a la humanidad, para gloria suya y de los Estados Unidos.
No es lo mismo tirar los monumentos a Jefferson que al general Robert E. Lee, que encabezó una revolución armada para preservar el derecho a esclavizar a otros seres humanos.
Si a alguien le piden dar cinco nombres de las personas más luminosas de la historia de Estados Unidos, no podrá omitir el de Thomas Jefferson.
Fue el autor de la Declaración de Independencia de este país.
Y en ese documento fundacional Jefferson estampa: “Sostenemos como evidentes en sí mismas estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres y los gobiernos”.
De ahí toma el general francés Gilbert de Lafayette la idea que plasmará, más de una década después, en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en la Revolución Francesa.
Hay un matiz que es importante, en la Declaración de Independencia Jefferson pone “son creados iguales”, y Lafayette redactó “nacen iguales”.
Claro, es contradictorio que Jefferson se refiera a los hombres como creados iguales, con derechos inalienables, y de la vida y la búsqueda de la felicidad, mientras tenía esclavizados en sus fincas a personas arrancadas por la fuerza de sus aldeas en África.
¿Eso es motivo para bajar de sus pedestales la imagen en bronce del promotor de la separación de la Iglesia y el Estado en la Unión Americana?
Desde luego que no. Más bien parece un acto autodestructivo tirarlo.
Como irracional sería que los franceses tiraran las estatuas de Danton y del propio Lafayette, por una revolución que reivindicó los derechos del hombre y del ciudadano.
Se referían al hombre, no en el sentido genérico de la especie humana, sino al hombre, al varón, y las mujeres quedaban excluidas de tales derechos.
Maximilien Robespierre tendría que ser demolido de sus estatuas en París porque fue un despiadado criminal. Y sin embargo ahí conviven, guillotinados y verdugos: Danton y Robespierre.
Eso es madurez cívica, asimilar las contradicciones de las que está hecha la historia.
“La República no desmontará ninguna estatua”, dijo el presidente Emmanuel Macron cuando empezaron las pintas en algunos monumentos afuera de la Asamblea Nacional.
Lo que hacen aquí al sacar la estatua de Jefferson, o la de Teodoro Roosevelt que estaba afuera del Museo de Historia Natural en Central Park, por significar una “apología al colonialismo”, es algo más que absurdo: es autodestrucción.
Así, habría que demoler el Coliseo romano porque recuerda cuando los ciudadanos disfrutaban al ver seres humanos siendo desgarrando vivos por leones hambrientos
O tendrían que tirar a Octavio del centro de su plaza, Augusto Emperatore, por esclavizar a sus vecinos, y pactar que descuartizaran a su amigo Cicerón, uno de los más grandes hijos de Roma, que también está tallado en mármol en la ciudad eterna.
En la capital de México se retiró a Cristóbal Colón del Paseo de la Reforma, por la vena antiespañola de los gobernantes actuales. No se le destruyó, sólo se le quitó centralidad al navegante que abrió la puerta de dos mundos.
Lo curioso de los iconoclastas que derrumban estatuas en nombre de los altos valores humanos, es que le rinden homenaje a Fray Bartolomé de las Casas, y –afortunadamente- conservan intacto su monumento en Chiapas.
Es que, si le creemos a Jorge Luis Borges, el protector de los indígenas fue también el padre de la esclavitud en América.
Dice en la primera página de su Historia Universal de la Infamia, que Fray Bartolomé de Las Casas, conmovido por la explotación de los indígenas en las minas en las Antillas, le escribió al rey (¿Carlos V?) que era inhumano y anticristiano darles ese trato, y le sugirió traer negros de África a realizar esas tareas, como en efecto ocurrió.
Así es la historia, una combinación de luces y sombras.
Así somos también las personas: pero no nos cortamos una pierna por haber dado un paso en falso.
Para abajo Thomas Jefferson.
Y no faltará quien, con el mismo argumento, le quite el nombre de Washington a la capital de Estados Unidos.