En raras ocasiones los mexicanos viajan por placer a ciudades como Louisville o Columbus en los estados de Kentucky y Ohio, Estados Unidos. No obstante, muchas historias se pueden escribir cuando se trata de paisanos que llegaron a buscar trabajo en estas localidades ubicadas al norte del país, entre grandes lagos, climas extremos y una sociedad dominantemente blanca.
Entre ellas, vive una comunidad importante de mexiquenses que, al escuchar sus anécdotas, nos permite recrear la difícil situación que fue para ellos abandonar su pequeño pueblo sin esperanzas, y aventurarse a la búsqueda de una vida digna a pesar de separarse de sus madres y padres, parejas e hijos, y sin un plan de regreso.
Ellos provienen de un pequeño pueblo en el Estado de México llamado San Pedro Tlanixco, donde actualmente viven poco más de 6 mil personas, de las cuales predominan las mujeres. Es un poblado que difícilmente ofrece empleo formal, y más de la mitad de hombres y mujeres se encuentran desocupados entre el rango de edad que va de los 18 a los 40 años.
Poco a poco, estas familias se han erigido en una franca comunidad de compadrazgos, amistades y unidades económicas dedicadas a la industria de la construcción sobre todo en remodelación o levantamiento de casas. Varios de ellos lideran equipos de trabajo que se han ganado la confianza de contratistas para abastecerles de proyectos durante todo el año. Un camino difícil de labrar, que requiere soportar un sinnúmero de vicisitudes que van desde tolerar nevadas extremas en la intemperie, sufrir discriminación, y quienes aún no tienen documentos, librarse de ser detenidos por la policía.
Entre sus múltiples tatuajes de dolor y éxito, asumen la diaria paradoja de reinventarse y adecuarse a una estricta forma de vida de leyes y costumbres, o bien, regresar a su entrañable pueblo y ponerle fin a la fría melancolía de quienes llevan años sin ver a su familia.
La mayoría cruzaron de mojados. Hace 15 años pagaron entre 200 mil y 300 mil pesos para que los coyotes los pasaran a pie o nadando a través del río Bravo. Pero antes, los establecen con decenas de personas de todas las edades y sexos en casas de ‘seguridad’, en espera de que los coyotes sepan la hora exacta para que no sean detenidos por la ‘migra’. Pueden pasar días amontonados, mientras comen únicamente pollo frito y comida enlatada. Hoy día, cuando piden un plato de pechugas o alitas, aún les escuecen esos sabores de antaño, rancios y aceitosos, que comían a diario, hace más de una década.
Después de que finalmente logran cruzar la frontera, son abandonados en supuestas zonas muertas donde les prometen que la policía migratoria ya no les hará nada. No obstante, aún les falta un largo recorrido hasta llegar a los diversos estados distribuidos en el cuarto país más extenso del mundo. Después de 15 años, aún les duele recordar esto, les avergüenza contarlo, prefieren olvidar el hambre sufrida, la soledad, la incertidumbre, y el nulo dinero que portaban en un país donde la valía se mide en dólares.
La comunidad de tlanixquenses se fue asentado desde hace más de una década en la ciudad de Columbus, pero hay un caso que destaca, y es el de la familia Arellano que decidió abrir brecha para asentarse en la ciudad de Louisville, la tierra de Mohamed Alí, el Derby de Kentucky y donde fabrican de los mejores bates de beisbol del mundo.
Primero vivieron en apartamentos alquilados, después compraron una traila o casa móvil, y desde hace seis años tuvieron la dicha de comprarse su primera casa en un suburbio de clase media donde viven con su hija de 16 y un niño de 13, ambos buenos jugadores de futbol, que dominan el español y el inglés, y con pasaporte estadounidense. Él compra todas las playeras de la Selección mexicana de futbol, y ella tiene en el librero de su habitación libros de John Dos Passos. Su hija mayor se independizó mientras estudia la universidad y trabaja.
Son los únicos mexicanos que viven entre vecinos estadounidenses blancos y poseen el jardín más amplio con perales y frambuesas. Tiene una pequeña alberca y las inevitables porterías para que sus hijos practiquen los disparos a gol. No se diga cuando ofrecen su casa para celebrar el 16 de septiembre o algún bautizo.
Abren las puertas de par en par a los amigos que llegan de Columbus y por supuesto se hace presente el mariachi, que es admirado por los vecinos estadounidenses que se asoman desde las cercas de madera que delimitan los terrenos. Por supuesto, no faltan las carnitas, la cerveza mexicana, las tortillas y esos sabores mexicanos que ya igualan a los de Tlanixco.
El autor es periodista mexicano especializado en asuntos internacionales.