A Nidya Pesantez, con admiración
A veces los ríos nos hablan, con el color del agua, el silencio de los peces o el rumor seco de las piedras. El río Tomebamba, en Cuenca, Ecuador, está murmurando. Sus aguas nacen en el Macizo del Cajas, de donde también nace los ríos de Kimsacocha, Tarqui y Yanuncay, y alimentan a más de 600 mil personas.. También a un debate que va mucho más allá de la cordillera: ¿puede un país apostar por el desarrollo económico sacrificando sus fuentes de agua?
El proyecto minero “Loma Larga”, a menos de 40 kilómetros de la ciudad, promete inversión, empleo y crecimiento. Pero bajo esa promesa late el riesgo de alterar la principal fuente hídrica de Cuenca, una ciudad construida alrededor del agua. No es una discusión nueva ni exclusiva de Ecuador. Es la historia que se repite en muchos lugares del mundo donde los ríos, convertidos en reservas de minerales, dejan de ser vistos como arterias vivas que sostienen comunidades, economías y culturas.
En América Latina, la defensa del agua se ha vuelto un acto de supervivencia. En el norte de México, el río Colorado agoniza por el sobreuso y las sequías. En Chile, los cauces privatizados durante décadas han dejado a comunidades enteras sin acceso. En Brasil, el desastre de Mariana, una presa minera que colapsó y contaminó más de 600 kilómetros del río Doce. En Nicaragua, las concesiones mineras en 15% del territorio nacional avanzan sobre los ríos del Caribe, dejando a su paso contaminación por mercurio y comunidades desplazadas. El conflicto de Cuenca no es entre “minería” y “ambiente”, sino entre dos visiones del desarrollo. Una que sigue midiendo el progreso en toneladas extraídas, y otra que empieza a entender que el agua vale más viva que envenenada.
En 2021, los ciudadanos de Cuenca en un referéndum, más del 80% votó en contra de la minería metálica en las zonas de recarga hídrica. No fue un acto de romanticismo, fue un ejercicio de razón. Los cuencanos saben que sin agua no hay industria, ni agricultura, ni turismo, ni vida.
Esa conciencia ciudadana no siempre encuentra eco en las estructuras políticas o económicas. El presidente Daniel Noboa y su ministra del Ambiente, Inés Manzano, han enfatizado la necesidad de atraer inversión extranjera y garantizar seguridad jurídica. Es cierto, los países necesitan inversión. La pregunta no es si debemos invertir, sino en qué y con qué límites. En pleno siglo XXI, cuando el mundo entero busca acelerar la transición energética y restaurar ecosistemas, los ríos deberían ser tratados como infraestructura estratégica, no como terrenos de sacrificio. Muchas de las empresas que contaminan los ríos en América Latina y África provienen de países donde esas mismas prácticas están prohibidas o estrictamente reguladas. ¿Por qué entonces se permiten hacer en otros territorios lo que sería inaceptable en los suyos?
Otros países ya lo entendieron. El Rin, en Europa, fue durante décadas uno de los ríos más contaminados del planeta. Hoy, gracias a un acuerdo transfronterizo entre Alemania, Francia, Suiza y los Países Bajos, sus aguas volvieron a tener vida. El salmón, símbolo de su recuperación, regresó tras medio siglo de ausencia. En India, el Ganges, río sagrado y contaminado, es objeto de un plan de restauración que combina infraestructura, monitoreo digital y educación ambiental. En Asia, el Mekong, seis países lo gestionan de manera conjunta, con tensiones, sí, pero también con mecanismos para equilibrar energía, agricultura y seguridad hídrica.
Estos ejemplos muestran que la defensa de los ríos no es una lucha local ni antidesarrollo. Cada dólar invertido en restauración fluvial genera retornos económicos y sociales comprobables, mejora la seguridad alimentaria, reduce riesgos climáticos, impulsa el turismo y fortalece la cohesión comunitaria. El Banco Mundial estima que los servicios ecosistémicos de los ríos y humedales aportan más de 47 billones de dólares al PIB global, aunque rara vez aparezcan en los balances nacionales.
En América Latina, hay señales esperanzadoras. En Colombia, el reconocimiento jurídico del río Atrato como “sujeto de derechos” marcó un precedente mundial: el agua ya no solo se protege, se representa. En México, comunidades mayas en Yucatán están creando redes de monitoreo participativo para proteger sus cenotes, combinando saber local con tecnología satelital.
El caso del Tomebamba se inserta en ese momento histórico. No es una historia menor en un país pequeño; es el espejo donde pueden verse todos los países que siguen enfrentando el mismo dilema: ¿cuánto del mañana estamos dispuestos a hipotecar por un beneficio inmediato? Defender el Tomebamba no es detener el progreso, es redefinirlo. Es aceptar que la innovación también puede venir del respeto, que la prosperidad del siglo XXI dependerá de nuestra capacidad de convivir y proteger la naturaleza, no de vencerla.
En México, esa advertencia ya tiene nombre propio. El río Lerma, que alguna vez fue orgullo agrícola, hoy es una corriente enferma. El Atoyac, en Puebla, figura entre los más contaminados del continente. El río Santiago, en Jalisco, carga con desechos industriales que afectan la salud de miles de personas. Todo esto ocurre mientras la sequía avanza, el campo se desertifica y el agua se convierte en una fuente creciente de desigualdad y conflicto. Ahora el país se prepara para impulsar la inteligencia artificial y atraer centros de datos de alta capacidad, ¿de dónde saldrá el agua que requerirá esa infraestructura en un territorio que ya enfrenta sequías históricas?
Los ríos son la primera red de infraestructura que tuvo la humanidad. Nos dieron rutas, alimento y energía. Defender los ríos no es una cuestión de ecologismo idealista. Es una apuesta de soberanía y supervivencia. Las ciudades que cuidan su agua aseguran su futuro. Las que la descuidan, hipotecan su destino.