En El Ministerio del Futuro, la novela de Kim Stanley Robinson, una oficina de Naciones Unidas es creada para defender los intereses de las generaciones futuras. Una idea radical y simple a la vez: abogar por quienes todavía no tienen voz porque aún no han nacido. Si hoy alguien nos preguntara qué hicimos para adaptarnos como humanidad al incremento de las temperaturas, ¿qué podríamos responder?
Estamos lejos de hacer lo necesario. El último reporte global sobre adaptación climática estima que se requieren al menos 387 mil millones de dólares al año para proteger a las poblaciones más vulnerables de los impactos del cambio climático. Hoy, apenas se moviliza una décima parte de esa cifra. En América Latina, los costos de adaptación podrían superar los 20 mil millones de dólares anuales hacia el final de esta década. Para adaptarnos, cada quien tendrá que poner su parte.
Imaginemos por un momento que los destinos turísticos más visitados del país, como Quintana Roo, Oaxaca o Baja California, crearan un fondo de resiliencia climática con una contribución del 0.5% sobre el gasto turístico. Imaginemos que los residentes con mayores ingresos también aportaran, simbólicamente, un 0.5% sobre consumos no esenciales y que lo recaudado se destinaría a medidas de adaptación, seguros privados, a proteger a quienes sostienen la vida en estos territorios.
Hace unas semanas visité con unos amigos la “Isla Columpios” en Chuburná, Yucatán. Un lanchero, Juan José, nos contó que antes vivía de la pesca, pero ya no hay peces cerca de la costa. El aumento de la temperatura del mar, ligado al cambio climático, ha obligado a las especies a migrar a aguas más profundas y lejanas, haciendo inviable su oficio. Para adaptarse, invirtió en una lancha turística, montó una champita, imprimió folletos y se capacitó para ofrecer recorridos. Aún no tiene ganancias, todo está reinvertido. Como él, miles están transformando su forma de vida por la crisis climática. Pero, ¿sabemos si estas nuevas actividades, nacidas de la necesidad, están siendo desarrolladas de forma sostenible? Y más aún, ¿no deberíamos acompañarlos activamente en esta transición?
Ese fondo sería un acto de responsabilidad compartida, reconocer que el paraíso que vendemos al turista —y en el que vivimos— necesita cuidadores, y esos cuidadores hoy están en riesgo de ser desplazados por la marea, la sequía o el olvido. El costo de no pagar es inmenso.
El aumento del nivel del mar amenaza ya 68 zonas costeras en México. El turismo representa más del 8% del PIB nacional, pero también concentra infraestructura crítica, carreteras, aeropuertos, hoteles, en regiones altamente expuestas. Un impuesto del 0.5% puede parecer excesivo… pero es menos de 5 pesos (menos de lo que cuesta un café) por cada mil gastados. Podría marcar la diferencia entre un pescador que lo pierde todo y uno que accede a un microseguro; entre una familia desplazada y una comunidad que adapta su infraestructura; entre un país que reacciona tarde y uno que se anticipa. Claro que esto requiere más que buenas intenciones. Requiere un diseño institucional robusto, un fideicomiso con reglas claras, participación ciudadana, auditorías independientes y mecanismos de evaluación. Necesita campañas de comunicación que no hablen de “impuestos”, sino de co-responsabilidad, voluntad política, y sobre todo, un profundo sentido de compromiso compartido de todos los actores de la sociedad.
Aunque pueda parecer ambicioso, no es una locura. Existen precedentes concretos en diversas partes del mundo. En las Maldivas, por ejemplo, existe desde 2016 un Green Tax que cobra entre 3 y 6 dólares por noche a los turistas, recursos que se destinan a infraestructura sostenible y protección ambiental en las islas más vulnerables. Por su parte, ciudades como Barcelona, Ámsterdam y Bruselas ya redirigen parte de sus tasas turísticas a objetivos sociales y ambientales, reconociendo que el turismo debe contribuir también al bienestar local y ambiental.
Economistas como Thomas Piketty ha propuesto tasas climáticas internacionales sobre vuelos o actividades de lujo, orientadas a financiar la adaptación en los países más afectados. ¿Por qué no pensar en una versión latinoamericana, adaptada a nuestra realidad, donde el turismo y los consumidores locales aporten una fracción para proteger y adaptarse a las comunidades más expuestas?
Esto no puede ni debe ser una decisión unilateral. Requiere concertación entre todos los actores, gobiernos, sector privado, comunidades locales, sociedad civil, academia y, por supuesto, los propios visitantes. Pero es posible. Es un acto mínimo de coherencia ética, de compromiso con el futuro, y de responsabilidad por la huella ambiental que todos dejamos. Porque si disfrutamos de los frutos de este país, sus playas, su gastronomía, su biodiversidad, también debemos comprometernos a cuidar sus raíces más frágiles, su población y su futuro.
En mi próxima entrega, exploraremos cómo los servicios financieros pueden, y en muchos casos ya lo están haciendo, adaptarse a una población que, al igual que el clima, cambia. Porque cuando cambian los riesgos, cambian también las necesidades financieras.