El talento no se rige por contratos; se rige por convicción. Los contratos organizan horarios, tareas y objetivos. La convicción, en cambio, activa la voluntad: ese impulso humano que no se puede firmar ni simular y que, cuando está vivo, sostiene proyectos completos. Pero nuestro sistema laboral —público y privado— parece diseñado para lo contrario: estandarizar, contener, medir y, de paso, domesticar.
El problema no es filosófico; es económico. Invisibilizar el talento tiene costo. Mucho. Y casi siempre lo pagamos sin darnos cuenta.
La Organización Mundial de la Salud estima que la depresión y la ansiedad asociadas al trabajo provocan la pérdida de 12 mil millones de días laborales al año y un costo aproximado de un billón de dólares en productividad perdida a escala global. A esto se suma el “desenganche” laboral: según Gallup, los empleados poco comprometidos o desconectados le cuestan al mundo alrededor de 8.8 billones de dólares, casi el 9% del PIB global.
Detrás de esa cifra hay personas que tienen talento, pero dejaron de ponerlo sobre la mesa porque el sistema les enseñó que su convicción vale menos que su capacidad de obedecer.
México, además, vive una tormenta particular. Diversos estudios colocan al país entre los de mayor prevalencia de burnout en el mundo. Se estima que hasta 75% de las personas trabajadoras presenta síntomas de estrés laboral crónico. El ausentismo y el presentismo —estar físicamente en el trabajo pero rindiendo por debajo de la capacidad real— representan alrededor del 3.7% del PIB nacional. En otras palabras: no es solo un problema de bienestar, es una amenaza directa a la competitividad.
La paradoja es que, mientras esto ocurre, empresas y gobiernos dicen no encontrar perfiles preparados, no poder retener talento joven o femenino, no lograr innovación. Pero ¿cómo esperan retener o potenciar talento si primero lo invisibilizan? ¿Cómo pretenden que alguien brille si la estructura premia obediencia antes que convicción?
Invisibilizar el talento adopta formas sutiles —y por eso persiste—: pedir a quien piensa distinto que “se alinee”; promover al más dócil, no al más capaz; saturar de trámites a quienes tienen pensamiento estratégico; castigar la crítica incómoda aunque revele fallas reales; exigir resultados extraordinarios, pero negar autonomía. Cada una de estas prácticas produce un mismo mensaje cultural: “No te pago por tu convicción, te pago por tu silencio; peor aún, por tu obediencia”.
Y ahí ocurre el colapso invisible: las personas dejan de arriesgar, de proponer, de crear. Se vuelven correctas, eficientes, previsibles… pero no brillantes. Y un país lleno de trabajadores silenciosos nunca será un país competitivo.
Además, existe otra pérdida silenciosa: la del talento que nunca llega a entrar al juego. La mitad de las mujeres en América Latina permanece fuera de la fuerza laboral. Muchas otras trabajan en condiciones de informalidad o subempleo. El resultado es una subutilización masiva del capital humano más grande de la región. No es falta de talento; es falta de estructuras que lo vean.
Todo esto tiene dos consecuencias medibles:
1. Pérdida de productividad. Personas agotadas producen menos, se equivocan más y abandonan más rápido.
2. Pérdida de innovación. Nadie comparte una idea valiosa en un entorno donde será castigada, ridiculizada o expropiada.
Frente a este panorama, las organizaciones suelen responder con más control, más reportes, más métricas. Es decir: más contrato. Pero el contrato sin convicción solo profundiza la herida. No resuelve el problema; lo institucionaliza.
La pregunta correcta no es cuánto cuesta invertir en bienestar, flexibilidad, salud mental o desarrollo profesional. La pregunta es cuánto ya estamos perdiendo por ignorarlos.
Antes del fin
En la economía del conocimiento —donde el talento es el nuevo petróleo— las organizaciones que saben verlo no solo avanzan: dominan. Las que escuchan a su gente, permiten autonomía y protegen la creatividad generan la única ventaja competitiva que no se copia: inteligencia viva.
Ahí está la diferencia entre sobrevivir y liderar. Porque, en un mundo donde el valor ya no está en los recursos, sino en las ideas, quien cuida el talento crea futuro; quien lo apaga, se lo cede a otros.
Cuando Patricia Pomies salió de Globant, la empresa perdió 4% de su valor real en cuestión de horas. El mercado no reaccionó a un movimiento administrativo; reaccionó a la salida de una mente estratégica. Porque, en la economía del conocimiento, el valor de las ideas sí es tangible.
