En México persiste una afirmación que parece inocente, pero que altera por completo la discusión presupuestal: que los estados y los municipios “reciben” recursos de la Federación. Bajo esa premisa, cualquier señalamiento sobre la falta de inversión en infraestructura urbana termina reducido a un supuesto “pretexto”. Y no lo es. Es un dato estructural que conviene aclarar antes de que la distorsión termine justificando decisiones que dañan directamente a las ciudades del país.
El marco fiscal mexicano concentra en el gobierno federal la recaudación de los impuestos más importantes: ISR, IVA e IEPS. Sin embargo, esa recaudación no la genera la Federación, sino la actividad económica que ocurre en los territorios: las empresas, los comercios, los empleos y el consumo que existen en ciudades y regiones específicas. La Federación administra y redistribuye; no produce lo que recauda. Reducir esta relación a la idea de que “los municipios reciben” oculta lo esencial: los municipios producen, la Federación concentra y después decide cuánto devolver.
Esa diferencia, que algunos presentan como un tecnicismo, es en realidad la clave para entender el problema de fondo. Porque mientras el país se urbaniza aceleradamente, los instrumentos para sostener esa urbanización se están debilitando. La ONU estima que hacia 2050 casi siete de cada diez personas vivirá en zonas urbanas. En Jalisco esa transición ya ocurrió: 63% de la población reside en el Área Metropolitana de Guadalajara, y más de un millón de personas entra a la ciudad cada día sin tributar localmente. La ciudad absorbe esa presión sin contar con un andamiaje fiscal que corresponda a la escala de lo que atiende.
Desde 2018, el Fondo Metropolitano —el principal mecanismo federal para infraestructura urbana— no ha recibido un solo peso. Su eliminación se justificó bajo el discurso de “racionalizar el gasto”, pero racionalizar no es recortar sin estrategia. No hay eficiencia posible cuando se retiran recursos esenciales para movilidad, drenaje, agua o proyectos que ningún municipio puede financiar por sí mismo.
Hoy las ciudades mexicanas están atrapadas entre dos fuerzas: una realidad demográfica que las coloca en el centro de la vida económica y social del país, y un sistema presupuestal que sigue operando como si esa realidad no existiera. Mientras la demanda de servicios crece, los ingresos propios municipales avanzan a un ritmo insuficiente, y las transferencias federales no reflejan la presión real que enfrentan las zonas metropolitanas. No es sostenible. Y no es responsable sostener el argumento de que “ya reciben” cuando lo que reciben dista mucho de lo que la Federación concentra a partir de su actividad económica.
Por eso es necesario desmontar la narrativa cómoda que pretende desactivar el debate con una frase. No es cierto que Guadalajara “ya recibe”. Guadalajara recibe solo la parte que la Federación decide devolver de lo que primero recaudó. Pero lo que Guadalajara aporta —en empleo, consumo, movilidad, actividad productiva, innovación, turismo y servicios— excede con mucho lo que regresa en forma de inversión urbana.
Y aquí está el punto que no se quiere discutir: cuando se elimina el Fondo Metropolitano sin crear un mecanismo sustituto, no se racionaliza nada. Se desarticula la capacidad de las ciudades para sostener su infraestructura y su crecimiento. Esa desarticulación ya se refleja en rezagos visibles: redes de drenaje que se acercan a su límite, infraestructura vial envejecida, movilidad saturada, presión ambiental creciente y una demanda de servicios que supera la capacidad presupuestal municipal.
Antes del fin
La alcaldesa de Guadalajara, Verónica Delgadillo, hizo lo que corresponde a una autoridad responsable en una ciudad con esta presión demográfica: alertar que la carga ya no es sostenible sin instrumentos metropolitanos. Lo verdaderamente inquietante no es la advertencia, sino la respuesta. Quienes hoy administran la repartición —incluso siendo originarios de esta misma ciudad— repiten que “Guadalajara ya recibe”, como si esa afirmación resolviera la brecha estructural que enfrentan las zonas urbanas del país.
Pero la pregunta de fondo no cambia: ¿cómo puede “recibir” una ciudad que sostiene, con su propio dinamismo económico, buena parte de los ingresos que la Federación reparte?
Negar esta realidad no la modifica. Solo aplaza el momento en que México tendrá que reconocer que su futuro —económico, social y demográfico— será urbano. Y ningún país que aspire a prosperar puede darse el lujo de asfixiar a las ciudades que lo sostienen.
